tag:blogger.com,1999:blog-67267455027085243002024-02-22T03:01:38.891+00:00Pueblos NómadesAriel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.comBlogger34125tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-79758337920782957842023-01-13T02:38:00.004+00:002023-11-29T13:31:37.651+00:00Entrevista a Ernest Hemingway, 1958<br />-¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario fijo?<br /><br />-Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un cuento escribo cada mañana, en cuanto haya luz. A esa hora nadie molesta y hace fresco o frío, y uno se pone a trabajar y entra en calor a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito, y como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación, sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda jugo y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Se ha empezado, digamos, a la seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejarlo antes. Cuando uno se detiene está vacío, y al mismo tiempo no vacío sino llenándose como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.<br /><br />-¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?<br /><br />-Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere.<br /><br />-¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en el que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?<br /><br />-Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material en limpio. La última oportunidad son las pruebas de imprenta. Uno agradece todas esas oportunidades.<br /><br />-¿Reescribe mucho?<br /><br />-Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.<br /><br />-¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era, o que lo obstaculizaba?<br /><br />-Buscaba las palabras adecuadas.<br /><br />-¿La relectura es lo que le hace dar el “resto”?<br /><br />–La relectura me pone en el sitio en el que la escritura tiene que seguir, sabiendo que hasta allí todo está tan bien como le ha sido posible. Siempre queda “resto” en alguna parte.<br /><br />-¿Pero hay momentos en que la inspiración no aparece por ninguna parte?<br /><br />-Naturalmente. Pero si uno se detuvo cuando sabía qué ocurriría a continuación, después puede seguir. Siempre que uno pueda volver a empezar todo está bien. El “resto” vendrá solo.-Thornton Wilder habla de recursos mnémicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dice que una vez usted le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.<br />-Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.<br /><br />-¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?<br />– El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.<br /><br />-¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?<br />-¡Vaya pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O, más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, sin duda, cuando se está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.<br /><br />-¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a un buen trabajo literario?<br />-Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como el trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mayor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir.<br /><br /><img height="330" src="https://www.elviejotopo.com/wp-content/uploads/2017/07/hemingway.jpg" width="400" /><br /><br />– ¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?<br /><br />-No, siempre quise ser escritor.<br /><br />-Philip Young, en el libro que escribió sobre usted, sugiere que el shock traumático producido por la herida de metralla que usted sufrió en 1918 ejerció gran influencia sobre su trabajo de escritor. Recuerdo que en Madrid usted habló brevemente sobre esta hipótesis, considerándola poco consistente. Y luego continuó diciendo que usted pensaba que el equipamiento de un artista no era una característica adquirida sino heredada, en el sentido mendeliano.<br /><br />-Evidentemente ese año, en Madrid, no podía decirse que mi mente estuviera muy equilibrada. Lo único que podría decirse a su favor es que hablé tan sólo brevemente del señor Young y de su teoría traumática de la literatura. Tal vez las dos conmociones y la fractura de cráneo de ese año me volvieron irresponsable de mis declaraciones. Recuerdo haberle dicho que la imaginación podía ser resultado de la experiencia racial heredada. Todo eso suena como perfecta cháchara posconmoción, y creo que eso es exactamente. Así que hasta el próximo trauma de liberación, dejemos las cosas así. ¿Está de acuerdo? Pero gracias por no dar los nombres de cualquier pariente que yo pueda haber involucrado entonces. Lo divertido de las conversaciones es explorar, pero no debe escribirse gran parte de la charla, y nada de lo que sea irresponsable. Una vez escrito algo, hay que sostenerlo. Y uno puede haber dicho algo para ver si lo creía o no. En cuanto a la pregunta que usted me formuló, los efectos de las heridas varían mucho. Las heridas simples, que no rompen los huesos, son de poca importancia. A veces dan seguridad. Las heridas que producen daños importantes, óseos y nerviosos, no son buenas para los escritores ni para nadie.<br /><br />-¿Cuál considera usted que es la mejor formación intelectual para un aprendiz de escritor?<br /><br />-Digamos que debería ir y ahorcarse porque ha descubierto que escribir bien es intolerablemente difícil. Entonces alguien debería salvarlo sin misericordia y su propio yo debería obligarlo a escribir tan bien como pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendría la historia de haberse colgado para empezar.<br /><br />-¿Y qué opina de la gente que se ha embarcado en una carrera académica? ¿Cree que la gran cantidad de escritores que tienen un cargo docente han comprometido sus carreras literarias?<br /><br />-Depende de lo que se quiera decir con compromiso. ¿Se usa como en el caso de una mujer a quien se ha comprometido? ¿O como en el caso del compromiso de un estadista? ¿O el compromiso que uno hace con el almacenero o el sastre de que pagará un poco más, pero más tarde? Un escritor que puede escribir y enseñar debe estar en condiciones de hacer ambas cosas. Muchos escritores competentes han demostrado que es algo que se puede hacer. Yo no podría hacerlo, lo sé, y admiro a los que sí han podido. Creo, sin embargo, que tal vez la vida académica podría poner un límite a la experiencia externa, limitando de ese modo el conocimiento del mundo. El conocimiento, no obstante, exige a un escritor más responsabilidad y hace más difícil escribir. Tratar de escribir algo de valor permanente es un trabajo full-time aunque sólo se pasen unas pocas horas del día escribiendo. Un escritor puede compararse a un pozo. Hay tantas clases de pozos como de escritores. Lo importante es tener buena agua en el pozo, y es mejor extraer de él una cantidad regular en vez de dejarlo seco de una vez y esperar que vuelva a llenarse. Veo que me estoy alejando de la pregunta, pero la pregunta no era muy interesante.<br /><br />-¿Sugeriría a un escritor joven que trabajara en un periódico? ¿En qué medida lo ayudó el entrenamiento que tuvo en el Kansas City Star?<br /><br />-En el Star uno estaba obligado a aprender a escribir una frase simple, declarativa. Eso es útil para cualquiera. Trabajar en un periódico no es perjudicial para un escritor joven, y podría ser una ayuda si el escritor sabe irse a tiempo. Ése es uno de los clichés más trillados, y me disculpo por incurrir en él. Pero si usted formula preguntas viejas y gastadas, lo más probable es que reciba respuestas viejas y gastadas.<br /><br />-Usted escribió una vez en la Transatlantic Review que la única razón para escribir periodismo era recibir una buena paga. Dijo: “Y cuando uno destruye las cosas valiosas que tiene escribiendo sobre ellas, quiere ganar buen dinero a cambio”. ¿Cree que la escritura es una forma de autodestrucción?<br /><br />-No recuerdo haber escrito eso. Pero a mí me suena suficientemente tonto y violento haberlo dicho como para ahora morder el anzuelo y hacer una declaración sensata. Por cierto no creo que la escritura sea una forma de autodestrucción, aunque el periodismo, llegado a un punto, pueda ser una autodestrucción cotidiana para un escritor creativo serio.<br /><br />-¿Cree que el estímulo intelectual ofrecido por la compañía de otros escritores tiene algún valor para un autor?<br /><br />–Sin duda.<br /><br />-En el París de la década de 1920, ¿experimentó algún tipo de “sentimiento de grupo” con otros artistas y escritores?<br /><br />-No. No había sentimiento de grupo. Nos respetábamos mutuamente. Yo respetaba a muchos pintores, algunos de mi edad, otros más grandes… Gris, Picasso, Braque, Monet, que todavía estaba vivo entonces… y algunos escritores: Joyce, Ezra, lo bueno de Stein…<br />-Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?<br />-No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La suya no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.<br /><br />-¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.<br />-En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.<br /><br />-Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?<br />-Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.<br /><br /><img src="https://www.elviejotopo.com/wp-content/uploads/2017/07/e9bdcdf71df7ba583dcc6366bc185c23-hemingway-quotes-papa-hemingway.jpg" />-¿Y qué ocurre con la influencia de algunas de esas personas, sus contemporáneos, sobre su trabajo? ¿Cuál fue la contribución de Gertrude Stein, si hubo alguna? ¿O de Ezra Pound? ¿O de Max Perkins?<br /><br />-Lo siento, pero no soy bueno para las evocaciones post mortem. Siempre hay forenses, literarios y no literarios, para ocuparse de esas cosas. La señora Stein escribió en forma bastante extensa y con considerable falta de precisión, acerca de su influencia en mi trabajo. Le resultó necesario hacerlo después de haber aprendido a escribir diálogos en un libro llamado Fiesta. Yo la quería mucho y me parecía espléndido que hubiera aprendido a escribir conversaciones. Para mí no era nuevo aprender de todos los que pudiera, vivos o muertos, y no tuve idea de que eso pudiera afectar tanto a Gertrude. Ella ya escribía muy bien en otros aspectos.<br /><br />Ezra era sumamente inteligente en los temas que verdaderamente conocía. ¿Esta clase de conversación no le aburre? Estos chismes literarios de patio trasero, mientras se lava la ropa sucia de hace treinta y cinco años, me resulta asqueante. Sería diferente si uno hubiera tratado de decir toda la verdad. Eso tendría algún valor. En este caso es más simple y mejor agradecer a Gertrude todo lo que aprendí de ella sobre la relación abstracta de las palabras, decir cuánto la quería, reafirmar mi lealtad hacia Ezra como gran poeta y amigo leal, y decir que quería tanto a Max Perkins que nunca he podido aceptar que esté muerto. Max nunca me pidió que cambiara algo de lo que había escrito, sólo me pidió que quitara ciertas palabras que entonces no eran publicables. Se dejaban blancos, y cualquiera que conociera esas palabras sabía cuáles eran. Para mí no era un editor. Era un amigo sabio y un compañero maravilloso. Me gustaba la manera en que llevaba el sombrero y la manera rara en que se movían sus labios.<br /><br />-¿A quiénes nombraría como sus antecesores literarios, de quienes más ha aprendido?<br /><br />-Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turgeniev, Tolstoi, Dostoievsky, Chejov, Andrew Marvel, John Donne, Maupassant, el buen Kipling, Thoreau, el capitán Marryat, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Hieronymus Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… me llevaría un día entero recordarlos a todos. Y parece que me estoy arrogando una erudición que no poseo en vez de recordar a todas las personas que han tenido influencia sobre mi vida y mi trabajo. Ésta no es una pregunta vieja y trillada. Es una pregunta muy buena pero solemne, y requiere un examen de conciencia. Nombré pintores, o empecé a hacerlo, porque aprendo a escribir de los pintores tanto como de los escritores. ¿Me pregunta cómo es eso? Llevaría todo el día explicarlo. Creo que es obvio decir que uno también aprende de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto.<br /><br />-¿Alguna vez tocó algún instrumento musical?<br /><br />-Solía tocar el cello. Mi madre me mantuvo un año fuera de la escuela para que estudiara música y contrapunto. Creía que yo tenía talento, pero en realidad carecía absolutamente de él. Interpretábamos música de cámara… venía alguien a tocar el violín, mi hermana tocaba la viola, y mi madre el piano. Ese cello… yo tocaba peor que cualquier otra persona de la Tierra. Por supuesto, ese año también hice otras cosas.<br /><br />-¿Relee algunos de los autores de su lista? ¿A Twain, por ejemplo?<br /><br />-En el caso de Twain hay que esperar dos o tres años. Uno lo recuerda demasiado bien. Leo algo de Shakespeare todos los años, El rey Lear siempre. Leer eso levanta el ánimo.<br /><br />-Leer, entonces, es un placer y una ocupación constantes.<br /><br />-Siempre estoy leyendo libros… tantos como haya. Me los raciono para que nunca me falten.<br /><br />-¿Alguna vez lee manuscritos originales?<br /><br />-Uno puede meterse en problemas haciendo eso, a menos que conozca al autor personalmente. Hace unos años me hicieron un juicio por plagio, un hombre que decía que yo había sacado Por quién doblan las campanas de un guión cinematográfico, no publicado, que él había escrito. El lo había leído en alguna fiesta en Hollywood. Dijo que yo estaba allí, al menos había allí un tipo llamado “Ernie”, escuchando la lectura, y eso le bastó para entablarme un juicio por un millón de dólares. Al mismo tiempo demandó a los productores de las películas North West Mounted Police y Cisco Kid, alegando que también esas habían sido robadas del mismo guión inédito. Fuimos a la corte y, por supuesto, ganamos el caso. El hombre resultó ser insolvente.<br /><br />-Bien, ¿podríamos volver a la lista y ocuparnos de uno de los pintores… por ejemplo Hieronymus Bosch? La cualidad pesadillesca y simbólica de esa obra parece estar muy lejos de sus libros.<br /><br />-Yo tengo pesadillas y conozco las que tienen otras personas. Pero no es necesario escribirlas. Cualquier cosa que uno omita pero conozca sigue estando en su escritura, y su cualidad aparece. Cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en su escritura.<br /><br />-¿Eso significa que un profundo conocimiento de las obras de las personas de su lista lo ayudan a hacer ese “pozo” del que hablaba antes? ¿O que esas formas fueron conscientemente una ayuda para su desarrollo de sus técnicas de escritura?<br /><br />-Fueron una parte de mi aprendizaje de ver, escuchar, pensar, sentir y no sentir, y de escribir. El pozo es donde está ese “resto”. Nadie sabe de qué está hecho, y menos uno mismo. Lo que uno sabe es que lo tiene, o que tiene que esperar que vuelva.<br /><br />-¿Admitiría que hay simbolismo en sus novelas?<br /><br />-Supongo que hay símbolos, ya que los críticos no dejan de encontrarlos. Si no le importa, me disgusta hablar de ellos y que se me hagan preguntas al respecto. Ya es suficientemente duro escribir libros y cuentos, sin que alguien me pida además que los explique. Y, por otra parte, eso privaría de trabajo a los exégetas. Si hay cinco o seis buenos exégetas que pueden vivir de eso, ¿por qué tendría que interferir en su trabajo? Lea todo lo que escribo por el simple placer de leerlo. Cualquier otra cosa que encuentre será aquello que usted mismo ha puesto en la lectura.<br /><br />Sigamos con una sola pregunta más en la misma línea: uno de los asesores de staff siente curiosidad por un paralelismo que ha encontrado, en Fiesta, entre los dramatis personae de la corrida de toros y los personajes de la novela. Él señala que la primera oración del libro nos dice que Robert Cohn es boxeador: más tarde, durante la desencajonada, se describe al toro usando sus cuernos como un boxeador, con ganchos y jabs. Y así como el toro es atraído y pacificado por el buey, Robert Cohn se somete a Jake, quien está castrado, precisamente como el buey. Luego ve a Mike como a un picador que azuza repetidamente a Cohn. La tesis de nuestro editor es más extensa, pero se preguntó si sería su intención consciente dar a la novela la misma estructura trágica de una corrida de toros.<br /><br />-Suena como si el asesor editorial estuviera un poquito chiflado. ¿Quién dijo alguna vez que Jake “estaba castrado precisamente como un buey”? En realidad, había sido herido de otra manera, y sus testículos estaban intactos, no habían sufrido ningún daño. Era capaz de concebir sentimientos normales de un hombre, pero era incapaz de consumarlos. La distinción importante es que su herida era física y no psicológica, y que no había sido castrado.<br /><br />-Estas preguntas referidas a la habilidad en el oficio son verdaderamente una molestia.<br /><br />-Una pregunta sensata no es ni un placer ni una molestia. Todavía creo que es muy malo para un escritor hablar de cómo escribe. Escribe para ser leído con lo ojos y no tendría que ser necesaria ninguna clase de explicación o disertación. Uno puede estar seguro de que hay allí mucho más de lo que será leído en cualquier primera lectura, y tras haberlo escrito, no le corresponde al escritor explicarlo ni hacer visitas guiadas a través de los territorios más complejos de su obra.<br /><br />-Con relación a esto, recuerdo también que usted advirtió que es peligroso para un escritor hablar de su obra en marcha porque puede “hablarla en exceso”, por así decirlo. ¿Por qué? Sólo se lo pregunto porque hay muchos escritores –en este momento recuerdo a Twain, Wilde, Thurber, Steffens– que parecen haber pulido su material probándolo con oyentes.<br /><br />–No puedo creer que Twain haya probado Huckleberry Finn con oyentes. Si lo hizo probablemente fueron ellos quienes le hicieron cortar partes buenas y poner las partes malas. La gente que conoció a Wilde decía que era mejor conversador que escritor. Steffens hablaba mejor de lo que escribía. Tanto su conversación como escritura eran a veces difíciles de creer, y escuché muchos cambios en las historias cuando él envejeció. Si Thurber puede hablar tan bien como escribe debe ser uno de los mejores conversadores del mundo, y el menos aburrido. El hombre, entre los que yo conozco, que habla mejor sobre su propio oficio y tiene la lengua más agradable y mordaz es Juan Belmonte, el matador.<br /><br />-¿Podría decirnos cuánto esfuerzo deliberado invirtió en el desarrollo de su estilo distintivo?<br />-Esa es una pregunta cuya contestación sería larga y fatigosa, y si uno se pasara un par de días respondiéndola, se sentiría tan autoconsciente que ya no podría escribir. Podría decir que lo que los amateurs llaman un estilo suele ser tan sólo la inevitable torpeza de alguien que intenta por primera vez hacer algo que no se ha hecho antes. Casi ningún nuevo clásico se parece a otros clásicos previos. Al principio la gente sólo ve las torpezas. Después las torpezas ya no son tan perceptibles. Cuando aparecen, la gente piensa que esas muestras de torpeza son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.<br /><br />-Usted me escribió una vez que las simples circunstancias en las que fueron escritas varias de sus obras podían resultar instructivas. ¿Podría aplicarse eso a Los asesinos -usted dijo que lo había escrito, junto con Diez indios y Hoy es viernes, todo en un solo día- y tal vez también a su primera novela Fiesta?<br /><br />-Veamos. Empecé Fiesta en Valencia, el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Mi esposa Hadley y yo habíamos ido a Valencia contiempo para conseguir buenas entradas para la feria, que empezaba el 24 de julio. Toda la gente de mi edad ya había escrito una novela, y yo todavía tenía dificultades para escribir un párrafo. Así que empecé el libro el día de mi cumpleaños, lo escribí durante toda la feria, por las mañanas, en la cama, y fui a Madrid y seguí escribiéndolo allí. En Madrid no había feria, así que teníamos una habitación con una mesa y yo escribía con gran lujo en esa mesa, y a la vuelta de la esquina del hotel, en una cervecería del Pasaje Álvarez, donde estaba más fresco. Finalmente el tiempo se puso muy caluroso para escribir y nos fuimos a Hendaya. Allí había un hotelito barato, sobre esa enorme y larga playa solitaria, y trabajé muy bien, y después fuimos a París y terminé la primera versión en el apartamento que estaba sobre el aserradero, en el 113 de la calle Notre-Dame-des-Champs, seis semanas después del día que lo había empezado. Le mostré la primera versión a Nathan Asch, el novelista, quien entonces hablaba inglés con un acento muy marcado, y él me dijo: “Hem, ¿qué quieres decir con que has escrito una novela? Una novela, ¿eh? Hem, estás escribiendo un libro de viajes.” Nathan no me desalentó demasiado, y reescribí el libro, conservando lo del viaje (era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns, en el Voralberg, en el hotel Taube.<br /><br />Los cuentos que usted mencionó los escribí en un solo día, el 16 de mayo, en Madrid, cuando la nieve suspendió las corridas de toros de San Isidro. Primero escribí Los asesinos, algo que había intentado escribir antes y no lo había logrado. Después, tras el almuerzo, me metí en la cama para mantenerme abrigado y escribí Hoy es viernes. Tenía tanta energía que pensé que me volvería loco, y tenía más o menos otros seis cuentos para escribir. Así que me vestí, salí y fui hasta Fornos, el viejo café de los toreros, y tomé café y después volví y escribí Diez indios. Eso me entristeció mucho y tomé un poco de brandy y me dormí. Me había olvidado de comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao, carne y papas fritas y una botella de Valdepeñas. La mujer que regentaba la pensión siempre se preocupaba porque yo no comía lo suficiente y había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y bebí el Valdepeñas. El camarero dijo que me traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo pensaba escribir toda la noche. Le dije que no, que creía que me acostaría un rato. Por qué no trata de escribir uno más, me preguntó el camarero. Se supone que sólo debo escribir uno, dije yo. Tonterías, dijo él. Podría escribir seis. Lo intentaré mañana, dije. Inténtelo esta noche, dijo él. ¿Por qué cree que la señora le envió la comida? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue en realidad tonterías). ¡Cansarse después de escribir tres cuentecitos! Tradúzcame uno. Déjeme solo, le dije. Cómo puedo escribir si usted no me deja tranquilo. Así que me senté en la cama, me tomé el Valdepeñas y pensé qué formidable escritor sería yo si el primer cuento era tan bueno como esperaba.<br /><br />-¿Hasta qué punto la concepción de un cuento aparece completa en su cabeza? ¿El tema, el argumento o algún personaje pueden cambiar a medida que la escritura avanza?<br /><br />-A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará. Todo cambia a medida que uno avanza. Eso es lo que da el movimiento que produce el cuento. A veces el movimiento es tan lento que parece que nada avanza. Pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento.<br /><br />-¿Le ocurre lo mismo con las novelas, o primero elabora un plan completo antes de empezar, y luego se somete rigurosamente a él?<br /><br />–Por quién doblan las campanas fue un problema que tuve que enfrentar cada día. En principio, sabía qué iba a ocurrir. Pero inventé lo que ocurría cada día que me sentaba a escribir.<br /><br />-¿Las verdes colinas de África, Tener y no tener y A través del río y entre los árboles empezaron como cuentos y se desarrollaron hasta convertirse en novelas? Si es así, ¿las dos formas narrativas son tan similares que un escritor puede pasar de una a otra sin remodelar completamente su enfoque?<br /><br />-No, no es cierto. Las verdes colinas de África no es una novela, sino que fue escrito en un intento de plasmar un libro absolutamente verdadero, para ver si forma de un país y el esquema de acción de un mes podían competir, si se los representaba verdaderamente, con una obra de imaginación. Después de escribir ese libro escribí dos relatos breves. “Las nieves del Kilimanjaro” y “La breve vida feliz de Francis Macomber”. Inventé esos relatos a partir del conocimiento y la experiencia adquirida durante ese mismo largo viaje de cacería del cual había intentado hacer un relato realista, de un mes de duración, en Las colinas verdes; Tener y no tener y A través del río y entre los árboles empezaron como relatos breves.<br /><br />-¿Le resulta fácil cambiar de un proyecto literario a otro o continúa hasta terminar lo que ha empezado?<br /><br />-El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para responder a estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería recibir un severo castigo. Lo recibiré. No se preocupe.<br /><br />-¿Piensa que está en competencia con otros escritores?<br /><br />-Nunca. Solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores muertos de cuyo valor estaba seguro. Ahora, y ya desde hace mucho tiempo, trato simplemente de escribir lo mejor posible. A veces tengo buena suerte y escribo mejor de lo que puedo.<br /><br /><img height="400" src="https://www.elviejotopo.com/wp-content/uploads/2017/07/hemingway2.jpg" width="258" />-¿Cree que la potencia de los escritores disminuye a medida que envejecen? En Las verdes colinas de África usted menciona que los escritores norteamericanos se convierten, a cierta edad, en la Vieja Madre Hubbard.<br /><br />-No sé nada de eso. La gente que sabe lo que está haciendo debería dudar en tanto duraran sus cabezas. En ese libro que usted menciona, si se fija bien, verá que yo estaba hablando de literatura norteamericana con un personaje austríaco sin ningún sentido del humor, que me obligaba a hablar cuando yo quería hacer alguna otra cosa. Escribí un relato verídico de esa conversación. No intenté hacer declaraciones inmortales. Un buen porcentaje de esas declaraciones son bastante buenas.<br /><br />-No hemos hablado de los personajes. ¿Los personajes de sus obras están tomados, sin excepción, de la vida real?<br /><br />-Por supuesto que no. Algunos son de la vida real. En general uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia que ha tenido con la gente.<br /><br />-¿Podría decirnos algo acerca del proceso de conversión de un personaje de la vida real en un personaje de ficción?<br /><br />-Si explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados especializados en casos de difamación.<br /><br />-¿Establece usted una distinción, como hace E. M. Forster, entre personajes “planos” y “redondos”?<br /><br />-Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista eso es un fracaso. Si uno lo construye a partir de lo que conoce, deben estar en él todas las dimensiones.<br /><br />-¿A cuáles de sus personajes recuerda con particular afecto?<br /><br />– La lista sería demasiado larga.<br /><br />-¿Entonces usted disfruta leyendo sus propios libros… sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?<br />-A veces, cuando me resulta difícil escribir, los leo para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible.<br />-¿Cómo da nombre a sus personajes?<br /><br />-Lo mejor que puedo.<br />-¿El título se le ocurre mientras está en el proceso de elaborar la historia?<br />-No, hago una lista de títulos después de haber terminado el cuento o el libro… a veces son más de cien. Después empiezo a eliminarlos, y a veces los elimino todos.<br /><br />-¿Y hace eso también en los casos en los que el título de un cuento ha sido sugerido por el mismo texto, como por ejemplo en el caso de Colinas como elefantes blancos?<br />-Sí. El título viene después. Encontré a una muchacha en Prunier, donde había ido a comer ostras antes del almuerzo. Sabía que ella había tenido un aborto. Me acerqué y hablamos, no sobre eso, pero en el camino a casa se me ocurrió la historia, me salté el almuerzo y me pasé esa tarde escribiéndola.<br /><br />-Entonces, cuando no está escribiendo, usted es constantemente un observador, en busca de algo que pueda usar.<br />-Sin duda. Si un escritor deja de observar está terminado. Pero no debe observar conscientemente ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra en la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimas partes bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato. El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas, y dar cuenta de cada personaje de la aldea y del proceso de cómo vivían, cómo habían nacido, cómo se habían educado, tenido hijos, etcétera. Otros escritores hacen eso de manera excelente. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho de manera satisfactoria. Así que he tratado de aprender a hacer otra cosa. Primero traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, para que después de haber leído algo, lo leído se convirtiera en parte de su propia experiencia, y le pareciera que realmente había ocurrido. Es algo muy difícil de hacer, y trabajé muy duramente para lograrlo. De todos modos, para no explicar cómo se hace, tuve una suerte increíble en ese momento y pude transmitir la experiencia completamente. Y pude lograr que fuera una experiencia que nadie había transmitido antes. La suerte fue que tuve un buen hombre y un buen muchacho, y que últimamente los escritores se han olvidado de que todavía existen esas cosas. Después, el océano: vale tanto la pena escribir sobre el océano como sobre un hombre. Así que también fui afortunado en eso. He visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas en esa misma zona del agua, y en una oportunidad arponeé a una de casi dieciocho metros de largo, y la perdí. De modo que eso no lo cuento. No cuento ninguna de las historias que conozco sobre la aldea de pescadores. Pero ese conocimiento es lo que constituye la parte sumergida del iceberg.<br /><br />-Archibald MacLeish ha hablado de un recurso teórico que usted describió y que parece tener que ver con el tema de transmitirle la experiencia al lector. Dijo que usted lo había desarrollado mientras cubría los partidos de béisbol en la época en que trabajaba en el Kansas City Star. Era simplemente que un escritor debía concentrarse durante los momentos de aparente inactividad… que lo que describía en esos momentos tenía un efecto, un efecto, además, poderoso: el de hacer consciente al lector de aquello que sólo sabía inconscientemente…<br /><br />-La anécdota es apócrifa. Nunca escribí sobre béisbol para el Star. Lo que Archie trataba de recordar eran cosas que yo intentaba aprender en Chicago, alrededor de 1920, cuando investigaba las cosas poco evidentes, inadvertidas, que constituían las emociones, como la manera en que un jugador de béisbol tiraba el guante sin mirar dónde caía, el chillido que producía la lona sobre la resina cuando un boxeador se movía, el color gris de la piel de Jack Blackburn cuando dejaba de moverse y otras cosas que yo advertía, del mismo modo que un pintor puede bocetar. Uno veía el extraño color de Blackburn, y las marcas de la navaja, y la manera en que sacudía a un hombre antes de conocer su historia. Ésas eran cosas que a uno lo conmovían antes de saber la historia.<br /><br />-¿Ha descrito alguna vez una clase de situación de la que usted no tuviera conocimiento personal?<br /><br />-Es una pregunta extraña. ¿Por conocimiento personal se refiere usted a conocimiento carnal? En ese caso, la respuesta es afirmativa. Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal y a veces parece disponer de conocimientos inexplicables, que podrían provenir de experiencias familiares o raciales olvidadas. ¿Qué es lo que hace que las palomas mensajeras vuelen como lo hacen, de dónde saca su coraje un toro de lidia, o un sabueso su olfato? Todo esto es una elaboración o una condensación de lo que hablamos en Madrid aquella vez, cuando no se podía confiar demasiado en mi cabeza.<br /><br />-¿Hasta qué punto debe distanciarse de una experiencia antes de poder escribir sobre ella en términos de ficción? ¿En el caso los accidentes aéreos de África, por ejemplo?<br /><br />-Depende de la experiencia. Una parte de uno la ve de manera completamente distanciada desde el principio. Otra parte de uno está muy involucrada en ella. Creo que hay una regla fija con respecto al tiempo que debe pasar para que uno escriba sobre ella. Eso dependería del equilibrio de cada individuo, o de su capacidad de recuperación. Sin duda es valioso para un escritor entrenado estrellarse en un avión que se incendia. Aprende varias cosas importantes con gran rapidez. Que le sean útiles o no es algo condicionado por la supervivencia. La supervivencia con honor, esa palabra tan fuera de moda y tan importante, es siempre difícil y muy importante para un escritor. Los que no duran siempre son más amados, ya que nadie tiene que ver sus largas, aburridas, interminables luchas sin cuartel, a las que deben abocarse para hacer algo que creen que deben hacer antes de morir. Los que mueren o abandonan tempranamente casi siempre, y con razón, son preferidos, porque resultan comprensibles y humanos. El fracaso y la cobardía bien disfrazada son más humanos y más amados.<br /><br />-¿Puedo preguntarle en qué medida considera usted que el escritor debe involucrarse en los problemas sociopolíticos de su época?<br />-Cada uno tiene su propia conciencia, y no debería haber reglas para el funcionamiento de la conciencia. De lo único que podemos estar seguros con respecto a un escritor politizado es que, si su obra dura, el lector tendrá que pasar por alto su contenido político cuando la lea. Muchos de los escritores llamados políticamente comprometidos cambian sus ideas políticas con frecuencia. Esto les resulta muy excitante, a ellos y a las revistas político-literarias. A veces hasta deben reescribir sus puntos de vista… y apresuradamente. Tal vez todo eso pueda respetarse como una forma de búsqueda de la felicidad.<br /><br />-¿Diría que alguna vez hay una intención didáctica en su obra?<br /><br />-Didáctica es una palabra que ha sido mal utilizada y arruinada. Muerte en la tarde, por ejemplo, es un libro instructivo.<br /><br />-Se ha dicho que un escritor sólo trata una o dos ideas en toda su obra. ¿Usted diría que su obra refleja una o dos ideas?<br /><br />-¿Quién dijo eso? Suena demasiado simple. El hombre que lo dijo posiblemente tenía solamente una o dos ideas.<br />-Bien, tal vez sería mejor expresarlo de esta manera: Graham Greene dijo en una de estas entrevistas que una pasión rectora da a todo un estante de novelas la unidad de un sistema. Usted mismo ha dicho, según creo, que las grandes obras se producen a partir de un sentimiento de injusticia ¿Considera que es importante que un novelista sea dominado de ese modo… por algún sentimiento tan intenso?<br /><br /> -El señor Greene tiene una facilidad para hacer afirmaciones que yo no poseo. A mí me resultaría imposible hacer generalizaciones sobre un estante de novelas o sobre una bandada de patos o una manada de caballos. No obstante, intentaré una generalización. El escritor que carezca de sentido de la justicia y de la injusticia haría mejor en dedicarse a editar el anuario de una escuela de chicos excepcionales en vez de escribir novelas. Otra generalización. Ya ve, no son tan difíciles cuando son suficientemente obvias. El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido.<div><br />-Finalmente, una pregunta fundamental: ¿Cuál cree usted que es la función de su arte? ¿Por qué una representación de los hechos en vez de los hechos mismos?<br /><br />-¿Por qué preocuparse por eso? A partir de las cosas que han ocurrido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno conoce y de todas aquellas que no puede conocer, uno hace algo por medio de su invención, algo que no es una representación sino una cosa nueva más real que cualquier otra real y viva, y uno le da vida, y si la hace suficientemente bien, también le da inmortalidad. Por eso uno escribe, y por ninguna otra razón conocida. Pero, ¿acaso no hay muchas razones que nadie conoce?<br /><br /><br /><br /><br /></div>Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-35118402137054760492021-04-16T23:08:00.001+01:002021-04-16T23:08:39.103+01:00Omelette de moras<div style="text-align: justify;">Había una vez un rey que llamaba suyo todo el poder y suyos todos los tesoros de la tierra pero a pesar de ello no se alegraba sino que año a año aumentaba su melancolía. Entonces hizo venir un día a su cocinero de cabecera y le dijo: "Me has servido fielmente durante mucho tiempo y has provisto mi mesa de los platos más exquisitos y yo te tengo afecto. Pero ahora solicito una última prueba de tu arte. Quiero que me prepares un omelette de moras como lo saboreé hace cincuenta años en mi más tierna juventud. En ese entonces mi padre estaba en guerra con su terrible vecino oriental. Éste lo había vencido y teníamos que huir. Y así huimos día y noche, mi padre y yo, hasta que llegamos a un bosque oscuro. Lo atravesamos, perdidos, y estábamos por sucumbir de hambre y de agotamiento cuando de pronto encontramos una cabaña. Allí vivía una viejecita que nos invitó amablemente a pasar y descansar mientras ella se puso a trabajar frente al horno y no pasó mucho tiempo hasta que nos puso delante el omelette de moras. Ni bien había comido el primer bocado me sentí maravillosamente consolado y brotaron nuevas esperanzas en mi corazón. En ese entonces yo era apenas un niño y por muchos años no volví a pensar en el bienestar que me había provocado esa exquisita comida. Pero cuando después la hice buscar en todo mi reino no pude encontrar ni a la viejecita ni a nadie que hubiera sabido preparar el omelette de moras. Si tú puedes cumplir con éste, mi último deseo, serás mi yerno y heredarás mi reino. Pero si no logras satisfacer mi deseo, deberás morir". A lo que el cocinero respondió: "Señor, entonces buscad de inmediato al verdugo. Porque por cierto conozco el secreto del omelette de moras y sus ingredientes, desde el simple berro hasta el noble tomillo. Bien conozco las frases que hay que decir al revolver y cómo el batidor de madera de boj debe girarse siempre hacia la derecha para que no nos quite la recompensa a todos nuestros esfuerzos. Sin embargo, oh rey, deberé morir. Sin embargo, no te agradará el omelette. Porque, ¿cómo habría de condimentarla con todo aquello que saboreaste en ella aquella vez?: el peligro de la batalla y la sensación de acecho que tiene el perseguido, el calor del horno y la dulzura del descanso, la presencia ajena y el futuro oscuro". Así habló el cocinero. Pero el rey calló un rato y se dice que poco después llenó de regalos al cocinero y lo hizo partir.</div>Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-69373782450634161732019-12-31T03:45:00.003+00:002019-12-31T03:45:46.882+00:00El monstruoLa verdad es que yo me había atrasado mucho. Cuando por fin estuve en condiciones de dejar mis actividades por unos días para realizar un corto viaje al interior y ver el fenómeno que en su momento comentaron todos los diarios, ya casi nadie hablaba del monstruo. Hubiera querido ir el mismo día que apareció, hacía ya dos meses, en aquel viejo depósito de maderas, pero fue imposible obtener el permiso necesario. Para ello hablé con el gerente, pero éste se burló de mi exaltación y me dijo, entre otras cosas, lo siguiente: “Veo que está usted muy entusiasmado y que mide las posibilidades de un viaje a través de su entusiasmo. En realidad, no creo que tenga importancia este asunto. Todos hemos visto fenómenos en nuestra vida, y no es ésta la primera vez que usted va a verlos. Ya mi padre me habló alguna vez de un fenómeno semejante y se refirió también a otro que había visto mi abuelo en Europa. Como ve, no es nada nuevo. Cada uno, o cada generación, tiene en su mente el recuerdo de algo parecido. Usted habla y obra como si éste fuera el único en el mundo. Me parece que exagera un poco. Podría argüir que por sus características este fenómeno es realmente inusitado, pero yo puedo asegurarle que en el fondo es el mismo de siempre. Podrá ser todo lo raro que usted quiera, más raro aún que los monstruos vistos por mi padre y por mi abuelo, pero toda su rareza, que es lo único que tiene, no es más que la apariencia de un viejo problema. Yo me he acostumbrado a verlo todo bajo el molde que me forjé ante mi primer contacto con las cosas, y así nunca he tenido problemas de fondo. Claro está, usted ve el monstruo solamente, y comete entonces un error de percepción. Ya se acostumbrará a ver cualquier fenómeno aparentemente inusitado sin alterar en nada su vida cotidiana. Por ahora, usted ve, es imposible conseguirle ese permiso. El balance debe estar terminado antes de fin de mes. Como usted mismo acaba de decírmelo, faltan pocos días para su licencia. ¿Por qué no esperar hasta entonces? Así puede verlo todo el tiempo que quiera. Yo mismo quisiera verlo, pero no podré hasta fin de año”.<br />Los diarios comentaron mucho el asunto durante una semana. La última noticia que publicaron fue sobre la decisión de las autoridades municipales de colocar al monstruo en una plaza pública para que todo el mundo lo viera. Después, nada, como si el monstruo hubiese muerto. Publicaron fotografías, algunas más o menos nítidas y otras borrosas y oscuras. Ninguna fotografía me satisfacía plenamente en mi afán por saberlo todo sobre el monstruo. Eran por lo general vistas del cuerpo entero del monstruo, sin detalles que permitieran apreciar el brillo o la expresión de sus ojos o la calidad del pelo que cubría todo su cuerpo. Además, en casi todas ellas aparecían figuras humanas que cubrían muchas veces alguna parte de la figura.<br />Compraba todos los diarios, acechando cuidadosamente la hora de su aparición y los hojeaba primero con rapidez, luego detenidamente. Ni una sola línea sobre el monstruo. Cuando todavía las posibilidades del viaje eran remotas yo había comprado ya una serie de cosas, cuadernos de notas, instrumentos de medición, libros y una máquina fotográfica que me entregaron un día, lujosamente embalada, con un librito de instrucciones para su manejo, escrito en alemán, que traduje yo mismo con el único auxilio de un pequeño diccionario y una gramática de bolsillo. Comprender su significado me costó un sentido, pero yo pensaba que cada palabra revelada me acercaba más al monstruo que tanto deseaba ver. Recuerdo que pasaba largas horas nocturnas leyendo recortes de viejas revistas sobre monstruos reales o fingidos en las que pude confirmar a veces lo que me había dicho el gerente. Cuando encontraba a alguien que demostraba algún interés en el hecho, yo no lo dejaba hablar y lo atiborraba en cambio con mis propias interpretaciones, maravillosas y complicadas. Y llegaba siempre a un límite de exaltación que nadie estaba dispuesto a tolerarme, de modo que mi aburrido oyente se alejaba de mí perplejo y hastiado. Me preguntaba entonces si era posible la indiferencia sobre algo tan maravilloso. Durante un mes todo el mundo había hablado de ello, y después nada, el silencio.<br />Al fin un cine anunció que pronto pasarían una película de corto metraje sobre el “horrible monstruo”. Recuerdo que fui dos veces a preguntar cuándo sería eso, y que las dos veces me respondieron próximamente.<br />Un día el jefe de mi sección me encontró dibujando y me reprendió seriamente. Tomó la hoja y se puso a mirar. Era un dibujo del monstruo tal como yo me lo imaginaba. Como todo en él indicaba que la rompería, tuve el valor de pedirle que no lo hiciera. Él siguió mirando la hoja sin alterar su rostro. Después movió la lengua dentro de la boca sin despegar los labios.<br />Al día siguiente me sorprendí pensando que quizás las grandes bestias, marinas o terrestres, tenían de horroroso tan solo el aspecto, y quién sabe hasta dónde. Y estaba convencido de que no había ningún furor en sus almas y que en cambio estaban llenas de un gran amor que solo podían expresar a través de rugidos. Y en mis ensoñaciones me veía descendiendo a lo profundo del mar, acercándome, temblando de coraje y de miedo, a un monstruo que yacía eternamente despierto en su habitáculo abismal, y pensaba que él me entendería, varias veces, pero pensaba también que quizás no hubiera tiempo para demostrarle que yo llegaba así para entenderlo, y me devorase. Y aunque sabía que lo último era lo más probable, no e arredraba y me acercaba a él lentamente.<br />Después los diarios publicaron una fotografía más o menos nítida en una edición dominical y en una página posterior dedicada por lo general a notas gráficas de cine, exposiciones y modas. Se podía apreciar claramente el enorme volumen del monstruo y su rostro casi humano. Eso sí que valía la pena. Debajo de la foto había una breve explicación donde se decía que la enorme masa de carne había empezado a endurecerse, a osificarse, y añadía más abajo lo que ya se sabía sobre la disposición y forma de la lengua, que le permitía articular sonidos casi humanos. Se advertía claramente, además, que le había crecido una enorme barba sobre el rostro. En otra página del diario, dedicada a noticias del interior, publicaban una nota donde se decía que las autoridades habían resuelto poner un guardián junto al extraño hallazgo para evitar que algún malvado experimentase con él. La actitud me pareció digna de aplauso. Se sabía que un sujeto se había mofado un largo rato del monstruo, mientras éste lo miraba desde sus extraños ojos, sin gruñir como otras veces con su voz casi humana cuando alguien permanecía mucho tiempo a su lado. El individuo, acercándose y mirándolo frente a frente, le tiró los pelos de la barba y le hincó un alfiler en las aletas de la nariz. Entonces el monstruo lo escupió y el hombre empezó a aullar y a protestar arrojándole piedras. Cuando intervino la policía para evitar otras consecuencias, el monstruo, enmudecido, giró su enorme masa (sus movimientos eran cada vez más lentos y difíciles) y lloró silenciosamente. El llanto era parte quizás de su idioma inarticulado. Yo me rebelé al día siguiente entre mis compañeros, en el Banco, diciendo que poner al monstruo en una plaza pública, para mofa de los ignorantes, era una medida inhumana. Estaba en el centro de una plaza como un extraño monumento (medía unos tres metros de altura), protegido por un pequeño cerco que nadie respetaba. Me rebelé, como dije, defendiendo al monstruo y mis compañeros se burlaron otra vez de mi actitud.<br />Después de esa noticia no se dijo nada más. Durante la siguiente semana y no sé cuánto tiempo más, los diarios enmudecieron. Recorté la fotografía y la puse con las otras, que guardaba en una carpeta. Un viernes me invitaron a cazar en las cercanías de un pueblo del oeste, donde después pasaríamos la noche. Accedí de mala gana. Prefería quedarme a ordenar mis cosas y mis recortes de diarios, todavía sueltos en la carpeta. Como los sábados no trabajábamos, partimos ese día en una vieja camioneta. Yo tuve que ir atrás, en la carrocería, porque adelante no cabían más. Aunque yendo atrás, solo, podía dedicarme tranquilamente a mis pensamientos, recuerdo que sufrí mucho ese día a causa de mi impaciencia. Yo debía estar viajando hacia el norte, hacia mi soñada meta, y sin embargo estaba allí, en ese vehículo, rumbo a un pueblo extremo, ajeno a mis cálculos. Y el vehículo andaba siempre y me separaba cada vez más de mi objeto. Y si pensaba en el retorno, que sería mucho tiempo después, y lograba salvar ese tiempo insalvable, no variaba nada mi situación, pues regresaríamos a la ciudad, siempre lejos del hecho que yo quería ver y palpar. En consecuencia ese alejamiento momentáneo me hacía cobrar más conciencia de la distancia que siempre me faltaría para llegar hasta él.<br />Llegamos a una casa que habitaban un par de viejos y un chico. Por la conversación, que giró sobre temas generales, sospeché que no sabían nada del hallazgo. Como estábamos muy cansados, apenas oscureció nos acostamos. A las diez ya estaba cansado de estar en la cama. Pensaba en mis fotografías, en mis recortes. Mis amigos dormían. El viejo y la vieja murmuraban en la pieza contigua, levantados aún. Necesitaba contarles la historia del monstruo. Empecé lentamente, tratando de no turbar a aquella gente con una historia increíble. Pero poco a poco fui subiendo el tono y llegué a los límites que nadie me toleraba. Aquella gente, sin embargo, me miraba con los ojos muy abiertos y la boca inmóvil. El chico se había sentado en el lecho, quizás asustado, y se diría que oía con los ojos. Cuando acabé el relato noté que se me habían saltado las lágrimas de puro entusiasmo. Me levanté del banco donde me había sentado y vi a uno de mis amigos mirándome fijamente, con severidad. Nos acostamos nuevamente y me dormí muy tarde. Él no me dijo nada, pero su silencio era sin duda reprobatorio.<br />Los viejos sin duda quedaron perplejos. Yo no solo narré los hechos divulgados por los diarios sino que añadí por mi cuenta todo cuanto imaginaba. Describí la forma en que fue hallado, detrás de unos tablones enmohecidos, y el espanto que produjo al principio oírle articular sonidos casi humanos; su rostro limpio, libre de pelos, que era lo único humano, aparte de la voz, que tenía aquella enorme masa de carne, y la forma en que empezó a osificarse. Señalé el hecho de que el monstruo no comiera nunca nada, por cuya razón era lógico suponer que se nutría de sí mismo. Añadí que se consumiría lentamente y que al endurecerse por fuera se vaciaba por dentro y que acabaría devorándose íntegramente o secándose como una planta. Insistí sobre la voz, masculina y bien timbrada, y me imaginaba, e imaginaba para ellos, que quizás el monstruo tuviera la secreta esperanza de ser humano alguna vez, sabiendo que era completamente imposible y que mantenía la esperanza a pesar de esa certeza. Además creería en cierta inmortalidad, en una cierta indestructibilidad de su vida. Esto pareció no ser bien comprendido por mis muchos oyentes, y en ese punto de mi narración estaba cuando advertí a mi amigo mirándome como desaprobando mi actitud.<br />Faltaba una semana justa para que me concedieran la licencia. Por fin podría viajar y ver el fenómeno. Inútilmente compraba los diarios y las revistas para buscar más noticias. A veces, en breves líneas, se anunciaba que un funcionario había visitado al monstruo y publicaban sus comentarios. Pero nada más. De él, nada. La anunciada película no llegaba nunca. La gente hablaba de otras cosas. En el Banco me habían prohibido hablar del asunto: distraía al personal. Las hojas de mi carpeta estaban casi todas en blanco; no tenía qué pegar en ellas. La indiferencia de la gente me torturaba. Para todos era un asunto concluido y se entregaban a sus problemas habituales. No había pasado nada. Los hechos, al producirse, morían en el acto.<br />Los animales tuvieron para mí desde entonces una importancia extrema. Era amigo de un predicador que siempre tenía una respuesta atinada para cualquier problema, referida siempre a un probable mundo del futuro. Se sorprendió de mi interés y me dijo que en el mundo que estaba por llegar las fieras convivirían pacíficamente con el hombre, e incluso me mostró el grabado de una revista, a la que pretendía suscribirme desde hacía mucho tiempo, un grabado donde había hombres semidesnudos acostados junto a fieras de ojos mansos. Tomé la suscripción agradeciendo así su atinada respuesta, y a medida que los ejemplares me llegaban semanalmente los ojeaba con ansiedad buscando algo sobre las fieras. Cuando encontraba alguna cosa de interés la recortaba y la pegaba en mi carpeta.<br />Cuando me enteré de que un vecino mío, que apenas conocía, había estado allí, fui a verlo. Había ido en viaje de bodas y se detuvo un día en ese pueblo. Poco me pudo decir. Cuando ellos fueron a ver la maravilla, después de comer, bañarse y descansar confortablemente, no hallaron sino al guardián. Se trataba de un lugar más bien aburrido que solo se animaba un poco los domingos. La gente había escogido antes esa plaza pública con su extraño monumento como un paseo entretenido y barato pero ya estaba aburrida de él. El monstruo era simplemente un gran animal casi endurecido, inmóvil, en medio del sol, y tenía los ojos cerrados.<br />Los días pasaban y los diarios no decían nada. No había declaraciones oficiales o de gente autorizada. El hecho estaba allí para la mera contemplación. Yo me sentía desvalido. ¿Qué opinaban los sabios? ¿Qué decía la Iglesia? ¿Nos dejarían solos ante el hecho monstruoso? ¿No había a quién escuchar o de qué guiarse? ¿O cada uno había de interpretarlo a su manera? Había un diario que solo publicó la noticia el primer día, y con un comentario jocoso. A veces el silencio se interrumpía con noticias donde se anunciaba la visita al lugar de un sabio que se proponía estudiar el fenómeno, pero uno seguía comprando los diarios y nada se decía del resultado de las investigaciones. Yo mientras tanto me imaginaba al monstruo solo, de noche, en una plaza pública, endureciéndose cada vez más, con su barba crecida. No se habían tomado precauciones para resguardarlo de las variaciones climáticas. Durante las lluvias debía soportar el agua y el frío, y aunque su cuerpo endurecido quizás le sirviera de protección, el agua le chorrearía por la cara impidiéndole el sueño. El guardián, en cambio, poseía a pocos pasos de él una confortable casilla de madera provista de luz eléctrica.<br />Un día antes de mi partida el silencio continuaba. El miserable ser podía morir, como probablemente ocurriría pronto, en medio del silencio más apático del mundo. Así que de nada valdría mi espera y yo llegaría al hecho completamente desvalido, como había llegado todo el mundo. Mi partida era inminente y el silencio en torno al prodigio era total, cuando la historia debía comenzar para mí.<br />Pero yo mismo había empezado a callar.<br />Un compañero de trabajo, quizás extrañado de mi silencio, me preguntó entonces algo sobre el hecho, sabiendo de antemano que yo no podría darle una respuesta que nadie supiera ya. Pero en verdad no me hizo esa pregunta porque tuviera real interés en el monstruo, sino por mí mismo, para burlarse de mí y, remotamente, del monstruo. Otro compañero, que yo casi nunca veía porque trabajaba en otra sección, utilizaba de vez en cuando al monstruo para hacer insinuaciones capciosas sobre cualquier asunto, y la alusión cuadraba siempre, adecuada al monstruo y a mí mismo con toda mi historia personal al asunto que se le antojara.<br />Yo también había perdido gran parte de mi interés. Pensé que no había un hecho capaz de asombrarnos y me culpé a mí mismo de exaltarlo. Sentía una gran vaciedad y muy pocas ganas de marcharme, pero tenía todo preparado y la licencia concedida. El día llegó al fin. Llevaba conmigo todo lo que pudiera servir de interés o de guía. Cuando me asomé por la ventanilla del tren, que ya partía, los pañuelos blancos, agitados, saludaban. Pero no a mí. Nadie había ido a despedirme y muy pocos sabían de mi partida. Yo alcé la mano sin embargo y saludé a la invisible multitud como queriendo decirle algo.<br /><br /><br />Moyano, Daniel. El monstruo y otros cuentos. Buenos Aires, Narradores de Hoy, 1972. Pp. 5-13.Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-58176430839841486112019-01-16T17:29:00.001+00:002019-01-20T21:38:59.877+00:00El gato dorado–¿Ahora? –preguntó el artista viejo volviendo la cabeza en el sótano, hacia el hueco de la escalera por donde bajaba el pálido resplandor del día.<br />
<br />
El gato dorado, sedosamente dorado, de algún modo dijo: –Miau– lo que quería decir “Todavía no”, y siguió allí como un pequeño sol tibio esperándolo acurrucado bajo la escalera.<br />
<br />
El artista volvió a enderezarse y siguió tocando en su piano, ante la gran bocina grabadora modelo mil nueve veinte que ya no se usaba en ninguna parte y que sólo podía encontrarse en el sótano de ese café, ese humoso café melancólico donde hombres silenciosos fumaban jugando a las cartas y el humo opacaba los espejos ovalados de grandes flores incrustadas en los bordes y una caja registradora con ángeles labrados en el hierro, como una antigua diligencia siempre inmóvil, hacía simplemente tilín, tilín. Y había una gran balaustrada de madera que separaba el salón familiar del resto del café melancólico, y allí, a la hora del té, hombres y mujeres se hacían furtivamente el amor con los ojos, mesas con mantel de por medio, bajo el techo que era muy alto y entre las columnas.<br />
<br />
Y al fondo del salón familiar una escalera bajaba al sótano; y en el sótano, desconocidos que nunca dejarían de serlo grababan discos mientras el artista los acompañaba tocando despacio, en su piano amarillento.<br />
<br />
“Hoy es el día”, pensaba mientras seguía el ritmo del jazz con el taco del zapato, y una banda de muchachos alrededor suyo tocaba su trasnochada música frenética que él acompañaba bastante mal, torpe- mente, porque él era mucho más lento que eso y también más antiguo.<br />
<br />
Miró de nuevo hacia la escalera:<br />
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–¿Ahora? –le preguntó con la mirada al gato dorado que apenas podía distinguir debajo de los escalones; pero esos ojos de sol invernal siguieron mirándolo obstinadamente sin contestarle.<br />
<br />
Detrás, en la cola, había un cantor de ópera que había sido famoso en su ciudad natal, una ciudad italiana de tercera categoría, donde había cantado Lucía en el teatro municipal –un corralón con techo– y que ahora aquí, en Buenos Aires, era corredor de una compañía de vinos y grabaría un aria para poder escucharse los domingos a la mañana, en su vitrola, en la pieza de conventillo donde vivía con su mujer y sus hijos. Además había una prostituta vieja, ajada y medio dormida, que alguna vez había cantado milongas en una confitería del centro y que antes había sido la mantenida de un ministro, y que grababa discos para llevarlos a una prueba en la radio que no se haría nunca, y también para escucharse, en la cama vacía, ahora que estaba sola y nadie quería acostarse con ella. Y además, en la cola había dos muchachos que cantaban tangos y querían empezar a hacerse conocer. El pianista los acompañaba a todos. Tenía los ojos cerrados y las cejas alzadas, y se mecía al compás, abandonado a sí mismo. “Me espera”, pensó. “Hoy será el gran día”. Por fin había llegado. Hoy sería. O nunca más. Temblaba, por dentro. Y respiraba hondo como ante algo ímprobo y final. Abrió los ojos y así, con las cejas alzadas, parecía siempre a punto de llorar o decir algo inexplicable. En realidad tenía húmedos ojos judíos pero no lloraba nunca, aunque siempre solía entrecerrarlos como si recibiera el sol de frente, o como si estu- viera condenado a sentir cosas que jamás podrían ser del todo dichas, viviendo en una incomunicada zona inefable. O como si hubiera visto toda la tristeza del mundo junta. Dentro suyo.<br />
<br />
Volvía todas las tardes, cuando el sótano estaba cerrado para las grabaciones, y sentándose al piano tocaba viejas canciones judías, rehaciéndolas a su manera, escribiendo la música, valses vulgares sin demasiado brillo ni talento.<br />
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De pronto, en medio de la grabación de los muchachos y sólo audi- ble para él que lo estaba esperando, escuchó un solo –Miau– y mirando hacia el costado –porque la escalera estaba a un costado– vio a su gato dorado que con los ojos fijos en él mudamente le decía: “Vamos”.<br />
<br />
Entonces, en medio de la pieza abandonó el piano, agarró su sobre- todo, se caló el sombrero arrugado sobre sus desordenados y abun- dantes cabellos grises y sin despedirse –cosa muy extraña porque era sumamente respetuoso– subió despacio la escalera. Pasó frente a la caja y al estaño del mostrador, y la inmóvil diligencia de los ángeles labrados hizo tilín, tilín, despidiéndose, y el patrón gritó:<br />
<br />
–¡Eh! ¡A dónde va, maestro! –allí todos los llamaban maestro como si fuera Beethoven. Salió del café con la certeza del que sabe adónde va, hasta que se detuvo, volviéndose, esperando, con la vista puesta en la salida por la que habían aparecido todos los integrantes de la orquesta, que le gritaron:<br />
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–¡Eh! ¿Está loco, maestro? –después salieron el cantor de ópera y la prostituta, y los dos cantores de tangos, y él se los quedó mirando a ellos que, silenciosos, lo miraban a él, con media cuadra de por medio, viéndolos allí, amontonados en la puerta del café, el disco a medio grabar, esperando en la mañana de invierno, mientras el viento soplaba entre las ramas resecas del árbol de la vereda y le agitaba los mechones grises que se escapaban por el sombrero.<br />
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Colándose majestuosamente pequeño entre los pies que obstruían la puerta, salió el gato. Y entonces el artista empezó a caminar pen- sando que hoy era el gran día.<br />
<br />
Caminaba delante y el gato lo seguía y eran como dos hermanos, caminando distanciados pero juntos, con los otros mirándolos irse y pensando en aquellos rumores que los hacían manteniendo larguí- simas conversaciones en el sótano, cuando el pianista tocaba para sí mismo por las tardes, con el fuego necesario para convocar a los ángeles, y el gato lo escuchaba, acurrucado bajo la escalera, siempre.<br />
<br />
El gato se trepaba a los árboles, husmeaba por los balcones, y el artista sabía que volaba; algo lo alzaba y el gato, casi inmóvil, se dejaba arrastrar por el viento, como una hoja otoñal, dorada y leve, con el lomo encorvado, las patitas moviéndose, como nadando apenas en el aire. Así hicieron varias cuadras, y aunque el artista jamás se dio vuelta, sabía que el otro estaba allí, tras él, por Sarmiento, solos y juntos, por las calles desiertas del invierno, hacia el hotel. “¿Realmente querrá este itinerario?”, pensaba. En las esquinas esperaba que el otro lo alcanzara, y cruzaban la calle juntos, uno largo, flaco y encorvado, con los ojos alucinados ardiéndole en la cara chupada, y el otro pequeño, tibio, intocable. El gato dorado era pura ternura, pero no se dejaba acariciar ni por toda la música del mundo.<br />
<br />
Era inalcanzable, y cuando el artista intentaba tocarlo se le escapaba de las manos.<br />
<br />
–¿Ahora? –preguntó. Habían dejado atrás los largos faroles de la plaza del Congreso y el gato subía corriendo delante suyo las escaleras de la pensión, con la alfombra de terciopelo fijada a cada escalón por varillas de bronce; esquivando el escobazo de la mujer se metió en la pieza. Cuando el artista llegó –hacía treinta y ocho años que vivía con su mujer allí– ya lo encontró sentado en la cama lamiéndose una pata, sin mirarlo.<br />
<br />
–Ya llegaste, ¿eh?, cretino –su mujer lo insultaba desde abajo, por- que era pequeñita y siempre tenía una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo, aunque de tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estaba enamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insul- taba por haberla enterrado allí desde hacía años, por su desamor y por pasarse la vida tocando en bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel sótano, mientras sus paisanos acumulaban dinero. El artista le acariciaba el cabello y su ternura trataba de acallarla. Había dejado de escucharla hacía mucho. No la odiaba, pero tampoco la amaba. El artista amaba al gato. Y no la oía desde que comenzaba a gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras él se paraba tiritando descalzo sobre los mosaicos fríos y se vestía sintiendo anhelosamente todo aquello que desentrañaría junto al piano aquella tarde como lo había hecho desde que tenía memoria, cuando había descubierto su duro oficio de músico. Y por las tardes solía pensar en aquella otra época, antes de venir a Buenos Aires, cuando era muy joven y tocaba el acordeón vagando por las calles de pequeños pueblos europeos.<br />
<br />
Entonces tenía dos camaradas: el manso violinista pálido, con su barba de rabino, y el agobiado clarinetista, con su largo capote que olía a vino y su gorro de visera. En el crepúsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo en pueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas sobre la nieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo, bailando y tocando para sí mismos, uno tras el otro en fila india, en la inmensidad de la llanura nevada, libres como pájaros, creando mundos efímeros e inapresables, melodías como humo, tocando can- ciones más antiguas que sus propias memorias. Y en los pueblos toca- ban en la calle, con judíos respetables con abrigos de cuellos de piel haciéndoles corrillo y echando monedas en el gorro de visera. Aunque la mayoría de los judíos no fueran ricos y vivieran en la tristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algún pogrom oportuno se encargaba de arrebatárselo. Pero ellos traían la alegría. Y tocaban en las casas, en los casamientos y los bautizos, y les daban pan negro y un vaso de té como pago. Y las madres les decían a sus niños: “Cuidado con los artistas, esos shnorers, esos 'harapientos'”, pero los amaban y les temían, porque ellos le daban nombre a todas las cosas y decían la verdad y esperaban, por todos, la edad dorada que terminaría con la opresión y la tristeza. Y el artista sabía que allí, por todo ese nevado país, miles y miles de judíos lo esperaban siempre y cuando estaba con ellos sentía que algo los fundía a todos, una honda alegría indes- tructible que florecía sobre el velado tono menor y atribulado de su música, una alegría en la que ellos lo necesitaban a él porque era la voz de todos; él, que era apenas un artista niño, un rey harapiento; él, que era el corazón del mundo.<br />
<br />
Después los pueblitos ardieron. El humo oscureció el cielo. Todo aquello empezó a morir. Mil años de vida judía en Europa oriental empezaron a morir. Huyó a Buenos Aires. Y aquí vendió su acordeón porque ya nadie lo escucharía por las calles. Descubrió aquel sótano. Después los diarios ídish le dijeron que allí todo había terminado.<br />
<br />
Ahora componía y componía, sudando dentro de sus baratas y gruesas camisas a cuadros, en el sótano, y solía tocar su música para sus paisanos, cuando lo llamaban para algún casamiento. Pero cada vez las tocaba menos, porque sus paisanos se iban muriendo.<br />
<br />
–¡Llegó! –dijo la cordial voz de bajo del sastre, su vecino de gran nariz enrojecida de frío– Venga a tomar un vaso de té –había asomado la cabeza por la puerta– ¿Qué lo hizo venir tan temprano hoy? –dijo hablando en ídish. Porque todos hablaban ídish. El sastre, la mujer, el artista.<br />
<br />
Entró en la pieza del sastre, que tenía un empapelado floreado con manchas de humedad, y en la araña ardía una sola lámpara. Por el balcón se veía un cartel colgado de la baranda, sobre la calle: “Sastrería Al Caballero Elegante, créditos, casimires, modelos de última moda, rebajas”. La sastrería era esa pieza de hotel.<br />
<br />
–¿Y cómo está mi gatito, mi kétzele? –preguntó el sastre.<br />
<br />
Su gatito, pensó el artista, mientras en el frío húmedo que desti- laban las paredes se calentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que salía por el pico de la pava, puesta sobre el calentador.<br />
<br />
Miró los vidrios de la ventana opacados por vahos de frío y apartó con el pie unos retazos de tela esparcidos por el piso. Ahora el sastre tomaba su té junto a la deshilachada cortina con flecos y apoyaba el vaso en los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado en una silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El artista trató de encender la modesta estufa que tenían a medias con el sastre, porque ellos tres eran los únicos judíos del hotel.<br />
<br />
Sí. El otro le había regalado el gato cuando tenía figura de recién nacido y había llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un signo, un preanuncio de lo que estaba ocurriendo, con ése, que ahora sabía que era un gato dorado, un ser mágico y leve que poseía lo maravilloso.<br />
<br />
–Pero cuente, cuente las novedades. Cuente qué composiciones interpretó hoy al piano –la misma ceremoniosa y levemente irónica pregunta de todos los días al regresar. ¿Sería posible que hoy tampoco sucediera nada? Sin embargo era el día. Miró al gato. Se restregaba suavemente contra las piernas del sastre que le acariciaba el lomo.<br />
<br />
–Bah, veis ij vos, qué se yo, una banda tocando foxtrots y un cantor de ópera y unos shkotzin, unos muchachones con sus tangos, lo de siempre.<br />
<br />
–Ketz –dijo de pronto el sastre como hablando solo–. Gatos. Gatos eran aquellos, los de la casa vieja<br />
<br />
–¡Viejo hogar, alter heim, aquello que habían traído, como al cre- púsculo, consigo! Y todos los dias, antes del almuerzo, tomaban té humeante con limón adentro y terrones de azúcar en la lengua, y ya no estaban allí, en la calle Sarmiento, sino en algún nevado pueblo ya muerto.<br />
<br />
–“En el horno arde un fuego pequeñito” –canturreó el sastre hama- cándose apenas– “y en la casa se está bien, y el rabino enseña a los niños a leer el Alef Beis” –siempre canturreaba eso, y respetaba al artista porque lo llevaba al sótano y le hacía escuchar esa canción.<br />
<br />
–He recibido carta de mi hija –dijo el sastre. Siempre recibía cartas. La mujer, ávida de amor, le tenía envidia al sastre porque recibía cartas. –Bah –dijo su cabeza pequeñita asomada a la puerta, con ese tono desilusionado que era el único que tenía.<br />
<br />
–¿Cuándo se casa? –preguntó. Era una pregunta sibilina, como cuando el sastre les pedía su parte para pagar el kerosén de la estufa. La hija del sastre era maestra en un pueblo del interior, y la mujer del artista la había querido casar infinidad de veces con algunos de los doctores, contadores públicos, ingenieros, toda la gente decente que ponía un aviso en el diario ídish proponiéndose como maridos. “Hombre joven, buena presencia, contador público con estudio puesto y capital considerable busca mujer joven, distinguida, culta, con fines matrimoniales. Seriedad y discreción”. Pero no había habido caso. Y hasta parecía estar por casarse con un goy, con un cristiano. Y entonces hablaba de ella como de un caso perdido y no dejaba pasar ocasión para pinchar al sastre.<br />
<br />
–El sábado podríamos ir al teatro –dijo el sastre atento a su tela, cosiendo, hamacándose como un estudiante talmúdico. Levantando la vista, recorrió todos los figurines que tenía pegados en la pared, modelos de moda en 1940, y la gran plancha de carbón con su olor a tela húmeda debajo, y la infinidad de ropa colgada en perchas de alambre, y el espejo y el maniquí descabezado con un saco sin mangas encima–. Habrá entradas gratis –miró de reojo al pianista con cierta infantil malicia–. Usted que tocó en la orquesta puede conseguirlas –teatro con orquesta compuesta por un piano, un violín, un saxofón, un acordeón, una trompeta, una mezcla inverosímil con un tambor, sobre todo una gran batería con muchos platillos, y un micrófono para que todo eso pudiera escucharse con claridad en la sala semiva- cía. Y galanes de cincuenta años que usaban faja para ocultar la panza.<br />
<br />
–¿Otra taza de té? –dijo el sastre. Y de pronto agregó– En esta época, en la casa vieja, era verano.<br />
<br />
A veces, todavía, cuando estos temas se agotaban, hablaban de la guerra. En realidad siempre terminaban hablando de ella y de los cre- matorios. Suspiraban. El sastre, tomando el diario, preguntaba:<br />
<br />
–A ver, a ver, qué noticias de Jerusalén llegaron hoy –y después leían el folletín en ídish; echaban un vistazo a los titulares, enterán- dose lejanamente de lo que pasaba aquí, en esta ciudad donde vivían como exiliados, en este país y en esta calle que hacia decenas de años que conocían.<br />
<br />
–Todo sube. Todos piden aumento –dijo el sastrecito meneando la cabeza. Ese era el tema que todavía no habían tocado.<br />
<br />
–Desgraciado –susurró la mujer que volvía de la otra pieza, tra- yendo el mantel y los cubiertos a la del rastre, porque en la suya no había mesa.<br />
<br />
–Vamos, los dos a comer –dijo mientras se sacaba la flor del vestido y se la colocaba entre los cabellos. A veces se aburría de llevarla en el pelo y otras en el vestido. Y cambiaba, para variar.<br />
<br />
“¿Ahora?”, pensó el artista mirando al gato. Pero éste lo miró con la dulzura que tienen todos los animalitos, los amantes y los niños cuando acarician con los ojos. De mediodía comerían un almuerzo frugal. Pero esa noche cenarían juntos porque era viernes. Una fiesta. Una cena opulenta. La vieja fiesta de Israel. Esa noche la mujer prendería las velas y el sastre diría el kidush y bendeciría el vino, porque al anochecer recibirían a la Novia, a la bendita y bendecida novia de la paz del Sábado, y la mujer iría a la sinagoga casi vacía para recibirla con una docena de viejos y viejas, rezando. Después comerían pescado y cantarían suaves canciones jasídicas salpicadas de pequeñas alegrías, exactamente igual que en su pueblo muerto.<br />
<br />
Entonces, de pronto, sin que él lo esperara, y viéndose ya resignado a que esa tarde no pasara nada, de pronto, el gato dijo:<br />
<br />
–Miau.<br />
<br />
El artista se quedó tieso. El aullido le erizó la piel, como si él ya fuera un felino. Y a ese olor, inexplicable y familiar y entrañable de los frugales almuerzos de los viernes que presagiaban la fiesta sabática, y que tenía algo que ver con el olor a ropa hacía mucho tiempo guardada que flotaba en la pieza, a ese olor, se unió ese corto, único, imperioso llamado.<br />
<br />
–Miau –dijo por segunda vez el gato. Y el viejo se puso de pie. “Es la señal”, pensó. “Acaba de decirme que ya es la hora”.<br />
<br />
–¿Dónde vas, shleimazl, grandísimo infeliz? –dijo su mujer levan- tando la cabeza después de un instante de aturdida sorpresa.<br />
<br />
–¿Qué pasa? –dijo el sastre con la boca llena, sin levantar la vista, metiéndose un pedazo de pan negro en la boca y volviendo a tomar un gran trago de leche. “Es la hora, es el milagro, ahora, en nuestros días”, pensó el viejo. Y salió de la pieza.<br />
<br />
“Te he esperado tanto”, dijo, “que hasta quizá supe que debías llegar así, entre las palabras de todos los días, y el presagio de la fiesta del viernes a la noche y el frío llenando de vapor los vidrios”.<br />
<br />
–Ya sé, kétzele, hermanito –dijo en voz alta mientras bajaba la escalera con el gato delante, aunque nadie lo entendió porque hablaba en ídish–. Vamos a irnos lejos, muy lejos, hacia un lugar profundo, pro- fundo y sin fin –pero el otro no agregó nada más a lo dicho y así, de pronto, el artista supo que el gato comenzó a volar. Hacía noches que él guardaba el secreto. Él solo en toda la ciudad. Gatos; centenares de gatos volando sobre los techos de la ciudad sin que nadie más que él los viera. Bandadas de gatos bajo la luna, que volvían de algo o huían de algo, o volaban hacia algo, quizás, él no lo sabía muy bien, y que le recordaban vagamente una canción muy lenta, y simple y honda, que nunca había conocido, que era la que él había querido tocar desde que había nacido. Y supo que había descubierto la música que había estado buscando toda su vida y que sólo quería hacerla suya, hacerse ella y conocerla, y después cerrar para siempre su piano amarillento y no tocar sus teclas nunca más. Gatos volando sobre la ciudad bajo la luna, arrastrados por el viento, enarcados los lomos, casi inmóviles los cuerpos, dejándose llevar, como hojas secas, cruzando silenciosamente, lejos, arriba suyo. Y la canción era como un humo, inapresable, tan débil que parecía siempre a punto de deshacerse y poder ser des- trozada por cualquier ráfaga, y sin embargo, interminable. Y el gato le había prometido enseñarle a volar con ellos, y al saber hacerlo sabría la música, toda la música. Durante días había estado esperando la señal, tensamente. Y por fin el día había llegado. Y el Día era ése. Y la can- ción sonaba a réquiem, quizá, no lo sabía; o a pequeña elegía, pero no podía saberlo; o quizá sonara a simple alegría de músico ambulante, o quizá hablara de su inexorable condena de crear, no sabía, no lo sabía. Y ahora volaría sobre la ciudad, sin agitar demasiado los brazos, aban- donado al cielo, entre las estrellas y la tierra, como los ángeles, casi de pie, como si algo lo arrastrara, una mano invisible, empujándolo por la nuca y él volando así, inclinado hacia adelante, altísimo, mirando hacia abajo, hacía la tierra lejana. Y ya volaba, sin saber cómo, y escu- chando esa música ya la estaba sabiendo, y ya volaba de modo casi igual y como lo había esperado, y de pronto el gato volvió la cabeza y lo miró. Pareció decirle vamos, pero simplemente dijo: –Miau–. Por última vez. Y <br />
quizá descendió. Y empezó a correr, a escaparse. El gato huía, se deshacía de él, lo dejaba solo, solo. Y el viejo corría detrás.<br />
<br />
Corrieron, corrieron, corrieron, cuadras y cuadras. Uno tras el otro. A veces el gato levantaba el vuelo y hacia piruetas en el aire, hasta que en un momento dado se paró, desafiante, en el medio de la calle, mirán- dolo venirse, venirse, venirse.<br />
<br />
–¡Cuidado, kétzele! –gritó desesperadamente el viejo, escondiendo la cara entre las manos crispadas para no ver.<br />
<br />
El tranvía pasó por encima del gato dorado, deshaciéndolo. Después siguió viaje mientras algunos curiosos miraban al feo gato aplastado.<br />
<br />
Sin embargo, no murió en seguida, sino que languideció, apenas unos segundos, en agonía, respirando cada vez menos. Hasta que se retorció en un espasmo y se detuvo todo. Y apenas hubo sangre sobre el cuerpo muerto.<br />
<br />
–Almita –susurró el viejo como oración fúnebre–. Nunca supe quién eras –y dejó el cuerpecito frió.<br />
<br />
–Está muerto –dijo el viejo entrando en la pieza, mientras los otros dos se separaban de la ventana.<br />
<br />
–Apenas salió –dijo por lo bajo el sastre, que había apartado el plato y ya no pudo comer más. La mujercita lloraba. Siempre lloraba, por cualquier cosa. Se quejaba como quien respira y era como si algo siempre le crujiera adentro–. Apenas salieron –dijo–. Y yo vi cómo quisiste detenerlo. Pero ahí, ahí, no pudo dar dos pasos, y frente sal umbral, en la vía, está muerto.<br />
<br />
–Bueno –dijo el sastre despacio–, hermanitos, después de todo era un simple gato negro. Un vulgar y flaco gatito negro. Les traeré otro, les traeré otro.<br />
<br />
El artista se puso el sobretodo raído, el sombrero por el que se escapaban los cabellos grises. Tomó las partituras. Se ató la bufanda y se cerró la camisa a cuadros gruesa y desteñida. Y salió.<br />
<br />
En la escalera se topó con alguien.<br />
<br />
–Era un alma tan callada... –dijo el viejo. Pero nadie lo entendió porque hablaba en ídish. La mujer empezó a gritar de nuevo:<br />
<br />
–¿Dónde vas ahora, klezmer, músico de tres por cinco, infeliz, pedazo de caballo, y en qué mala hora se me ocurrió casarme contigo? ¿Y cuándo vas a volver de tu maldito sótano? ¿Y por qué no terminaste la comida? –le gritaba con los brazos en la cintura desde lo alto de la escalera.<br />
<br />
–...tan callada... –repitió el viejo.<br />
<br />
Pero ella tampoco entendió su estrafalaria explicación, aunque hablara en ídish.<br />
<br />
Cruzó la tarde, el vagamente dorado sol invernal.Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-13310100272016278152018-08-18T15:18:00.000+01:002018-08-18T15:24:25.529+01:00DOS DÍASHospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco. Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón siendo una cosa de orden metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed, dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorara a los hombres, tenía sentido del sacrificio, me redimía, amaba.<br />
<br />
No se porqué, en una comisaría de la ciudad, me apalearon.<br />
<br />
En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del origen de la especie, del super-hombre y cantando La Marsellesa. Me había desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de inocencia, de santidad.<br />
<br />
De mañana, vino mi padre; vino hasta el calabozo, acompañado de un policía. Mi padre ha envejecido. Está mas canoso. Tiembla. Tiene los ojos azules, mas azules y tristes.<br />
<br />
-¡Como, hijo! ¿ayer te emborrachaste? Pobrecito, no es nada. ¿Para que te desnudaste? Me pregunta con mucha ternura, con mucho miedo.<br />
<br />
Yo no le digo nada. Entonces mi padre se echa a llorar.<br />
<br />
El policía mira; tiene un aire seguro, tranquilo.<br />
<br />
-Hijo, en la sala de espera está tu madre.<br />
<br />
Yo no le digo nada. Interiormente sonrío y reflexiono: ¡Cómo! ¿no sabrá éste que soy un super-hombre? ¿No sabrá lo que todo el mundo: que tengo el cerebro de oro?<br />
<br />
Por eso me pegaron en la cabeza. No me la pudieron romper. ¡Y cómo! ¿No sabe que soy el Mesías? ¿No recuerda la sesión teosófica que le di anoche? ¿No le habló Kliguer, que es poeta y teósofo, de mi lenguaje de los dioses! ¡Como! ¿y se olvidó de las tres piezas que toqué en el violín para recordarle “quien era” ? ¿No recuerda de mi “Kol Nidre”, de mi “Air” de Bach y de las “Marcha Fúnebre” de Chopin? ¡Y, cómo! ¿no sabe que mi violín es una antigua sinagoga de Jerusalén? ¿no sabe que soy el Anunciado? ¿No sabe que he escrito mi Tabla de valores?<br />
<br />
-Vamos, hijo, vamos.<br />
<br />
Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con su mismo libro, donde anotan los datos, con la misma lapicera.<br />
<br />
Ahora todos me miran, me observan, sin duda para no olvidarme.<br />
<br />
De pronto, el escribiente interroga:<br />
<br />
-Profesor de violín, ¿no?<br />
<br />
<br />
Ahora interrogan todos: “Profesor de violín, ¿no?” , y anotan lo mismo. Yo pienso: Je. ¡Profesor de violín! Gente estúpida, todavía cree en la división del trabajo.<br />
<br />
Al rato, salimos. Es un día de sol, caluroso, 23 de enero.<br />
<br />
La ciudad está silenciosa: sin duda la gente ya sabe que no me gusta el ruido.<br />
<br />
-Vamos a tomar un auto, hijo. – dice mi madre.<br />
<br />
-No, yo no voy, no, no- contesto.<br />
<br />
Y aprieto a los dos contra mi de un modo que los hace estremecer. No quiero ir en automóvil después que he escrito mi Tabla de valores. El auto es un elemento de civilización. Yo no quiero debilitar mis pies, yo no quiero el progreso. Yo quiero la caverna del hombre primitivo; quiero a Eva, quiero la llanura, quiero el sol.<br />
<br />
Después, les digo:<br />
<br />
-Vamos a lo de Alberto, a mi casa de Alberto.<br />
<br />
-Nosotros no la conocemos. ¿Adonde nos llevás?<br />
<br />
La ciudad está cambiada, pero reconozco el camino. No se cómo, me acuerdo de los pájaros. Los pájaros tienen sentido de orientación,. Aunque la ciudad ha cambiado tanto, me digo: Encontraré la casa de Alberto.<br />
<br />
Camino y camino. En efecto, la ciudad ha cambiado. Hay otra luz en la ciudad, velada de un color de fuego transparente, de seda. Estoy, sin duda, en otro plano.<br />
<br />
Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una alteración nerviosa, me siguen. Siguen a un fantasma. Se detienen y me aconsejan:<br />
<br />
- Volvamos a casa; a nuestra casa; no seas malo.<br />
<br />
- No, casa de Alberto-contesto, y los obligo a seguir.<br />
<br />
Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me sugiere la idea de que los de la casa están muertos, que han desencarnado, que se han vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo hablándome del “Ayer”.<br />
<br />
-Buscas tu Ayer- me dijo.<br />
<br />
Como es pelirrojo y sanguíneo, se me ocurrió, se improviso, que tiene el color de los ladrillos que hacían los esclavos faraónicos.<br />
<br />
Vi en él algo de Triángulo. Me eché a llorar. Este hombre sabía mi angustia. Sabe que busco un sentido a la muerte. Sabe que soy el Anunciado. Lo sabe todo. Es Salomón. Los dos nos hemos encontrado. Yo soy Moisés: he aquí que mis manos tienen el cayado del profeta. Con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos. Somos dos antiguos que se han encontrado. Ahora, creo que el viejo me cuenta una parábola. Es verdad, al padre de Alberto le gusta hablar de parábolas y contar leyendas de la antigüedad.<br />
<br />
Empieza a llover.<br />
<br />
-Es fiesta- dice el padre de Alberto con un acento de nostalgia, lánguido, imprevisto.<br />
<br />
Llueve ópalo, azul, oro, violeta. ¡Je! Estoy en Jerusalén. Ya estamos en Jerusalén. Salgo corriendo de la casa de Jaime Berg, padre de mi amigo Alberto. Debo anunciar algo: leer mi Tabla de valores. Soy el Anunciado. Voy a darle un abrazo a Kliguer, el poeta teósofo que muchas veces me ha dicho que soy más anciano que él. Tenía razón. Soy el Mesías. Anunciaban que vendría después de la guerra.<br />
<br />
He visto a Kliguer en la redacción del “Ydische Zeitung”. Me recibe en su gabinete de corrector de pruebas. Le hago “señas”.<br />
<br />
-¿Hablas el lenguaje de los dioses? – me pregunta.<br />
<br />
Sigo haciéndole señas.<br />
<br />
-¡Qué lastima que no tenga una flor para darte!<br />
<br />
Sigo haciéndole señas. – Bueno, ve, anda, si no quieres decir nada.<br />
<br />
Entonces le hago un gesto significativo, como diciendo: -Kliguer, te espero mañana en las barricadas- Y golpeando el suelo furiosamente, salgo de la redacción.<br />
<br />
Son las cinco de la tarde. La tarde es turbia. Ha refrescado.<br />
<br />
Ahora voy a lo de Giacosa con un candado sobre la puerta. Ya debe de estar preso. La policía ya sabe que mañana estalla el caos. Me echo a reir y grito:<br />
<br />
-¡Yo soy el anunciador de la tempestad!<br />
<br />
En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la calle Corrientes, risueño, gozoso.<br />
<br />
Veo un judío de barba; usa pastillas de patriarca, anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho sionista. Se llama Stein.<br />
<br />
-¡Ah!, si él supiera que yo soy el Mesías.<br />
<br />
Ya lo he perdido de vista. Sigo caminando. En la trastienda de una sastrería hebrea están dos sastres que perecen ser los dueños, y Moicha, un conocido violinista de piezas típicas de casamiento. Los dos sastres son morenos, afeitados, gordos; usan anteojos de carey , son de mediana estatura, algo encorvados; Moicha, el violinista, es rubio, calvo, flaco, rasurado; lleva una vieja levita de un negro desteñido que tira a verde. Ninguno de los tres me conoce, pero yo si los conozco; los he observado muchas veces. Están examinando un violín; me parece que Moisés también se dedica a revender violines. Me detengo y los miro. Después me acerco a ellos. Pido el violín. Me miran curiosos, asombrados. Pruebo el violín cual un consumado luthierista (1) , golpeando en la tapa y aplicando el oído por si se percibe la vibración simultánea de las cuatro cuerdas.<br />
<br />
Dicen en yergón:<br />
<br />
-Parece que se entiende.<br />
<br />
Me hago el ingenuo y les digo:<br />
<br />
-Este es un instrumento hebraico.<br />
<br />
-Si, si- dice uno.<br />
<br />
Y otro, en yergón:<br />
<br />
-Sabe, sabe.<br />
<br />
-Hoy es día de la raza, ¿no?- les pregunto.<br />
<br />
Todos me miran azorados. De pronto pego un formidable puñetazo sobre el mostrador, gritando:<br />
<br />
-¡Llegaremos!<br />
<br />
Ellos tres gritan horrorizados:<br />
<br />
-¡Está loco!<br />
<br />
Salgo corriendo, lanzando carcajadas terribles, ásperas, sarcásticas. No saben que soy el Mesías. No me presienten. Todavía tienen miedo. Esperan. Sigo caminando. Y he hecho un trecho enorme. Estoy cerca del barrio de Flores. Ahora me voy a leer mi Tabla de valores a Enriqueta Gómez, una grande alma solitaria.<br />
<br />
No se quien la llamó Luisa Michel o la comparó con ella. Me parece que estoy enamorado de Enriqueta. Tengo que leerle mi Tabla. Se alegrará mucho. Hace tiempo que no la veo. Además tengo que decirle que estoy enamorado de Carolina Mendoza. Ella debe de conocerla. Algo tengo que contarle.<br />
<br />
Carolina es una muchacha rara; le gusta enamorar a los hombres y después volverles la espalda, como hizo con mi amigo Berman. Posiblemente, si Berman no se hubiera enamorado, ella seguiría siendo su amiga. A mi me tiene miedo. No me tiene odio. No, a mi me ama. Tampoco. Conmigo le gusta hablar sobre pesimismo.<br />
<br />
Carolina es escéptica, amarga, pesimista. Carolina sabe más que el padre, un abogado que no ejerce, tolstoyano, que cree en la moral, no cree en Dios, es enemigo del Estado y ha publicado sobre moral veintidós tomos.<br />
<br />
La madre de Carolina es una mujer pequeña, flaca, neurótica. Habla de melancolías, de flores, de la provincia natal, y es enemiga del matrimonio. Ahora vive sola con Carolina. Odia al marido. El, a su vez, también la odia. Todos ellos se odian. Me causan risa. Carolina tiene unos hermanos pelirrojos que la detestan. La llaman perversa. Son bolcheviques. Trabajan en una fábrica. Hablan mucho. Dicen cosas disparatadas. Son pelirrojos e impulsivos. Pero yo amo a Carolina. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez, que me comprende. Pero también estoy enamorado de Sofía y compadezco a Emma. Amo a Sofía desde que hablé con ella en la Maternidad.<br />
<br />
Tiene ojos de ensueño. Me acordé de Schumann. Oí música. Consulté con ella sobre Carolina.<br />
<br />
-Yo soy muy franca- me dijo. – Esa muchacha tiene mas inteligencia que sensibilidad.<br />
<br />
-Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño. Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados. Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice, sorprendida:<br />
<br />
-¡Oh! ¿qué les ha pasado?<br />
<br />
Sofía y yo estamos en silencio.<br />
<br />
Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.<br />
<br />
-Me consolaré con ser madre –va diciéndome Emma.<br />
<br />
Emma es buena y fea; quiere estudiar medicina.<br />
<br />
-La vida para mí no tiene objeto.<br />
<br />
-Para mí, sí –le contesto.<br />
<br />
-¿Por qué? –me pregunta.<br />
<br />
-Porque dos y dos son cuatro.<br />
<br />
Pasamos cerca de la Penitenciaría Nacional. Me parece que hago una seña. Con ella quiero decir: “Mañana, a primera hora, larguen los presos. Mañana Beethoven dirigirá en el estadio la Novena a coro”. Emma me habla de Fanny. Fanny me quiere mucho. Es rubia, tiene ojos azules; dice que soy un tipo original. Fanny me ama, me adora, me comprende. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez para asombrarla.<br />
<br />
Un día me preguntó si alguna vez estuve enamorado. Una noche volví cansado de vagar y soñé que Enriqueta Gómez me daba un abrazo de alma, un abrazo inmanente, un abrazo de alma extraordinaria.<br />
<br />
Ya estoy en la casa de Enriqueta Gómez. Sale una señora de luto. Me dice que Enriqueta Gómez no está. Me siento sobre un montón de ladrillos a esperarla. Yo venía a anunciarle que mañana estallaba la revolución; pero ella debe de estar preparándose, si es que no está en la cárcel. Pero necesito leerle mi Tabla de valores para que tenga ánimo en las barricadas.<br />
<br />
Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a caminar. Sólo encuentro mujeres de ojos negros, ojos tristes de horror. De fijo que es la hora. En este momento anoto no se qué impresión en mi Tabla. Me encuentro con unas mujeres hermosas, divinas.<br />
<br />
-¡Oh, un poeta! –exclaman y se acercan para observarme. Miro el cielo. El cielo está cada vez más azul, más alto, más lejano. Camino y camino.<br />
<br />
Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro, porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido, mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos, anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico, milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; “Ayer” usaba trapo rojo; hoy soy el mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:<br />
<br />
-¡Es dinamita!<br />
<br />
Hay un desbande. Alguien me ha tirado una flor roja. >Ese alguien me ha reconocido.<br />
<br />
-Es la hora –pienso. –Yo soy el Cristo Rojo.<br />
<br />
Los rayos se desdoblan en el espacio. Ya no hay estrellas. Ya no hay gente. Llueve.<br />
<br />
Me vuelvo a mi casa. El portón negro del palacio en que vivo se abre empujado por una mano misteriosa. Ah, si, ya sé, es Chernichevski, el espíritu del jefe de los nihilistas, que me abre la puerta. Entro a mi casa. Todos duermen. Duermen en el suelo; se explica, hace calor, mucho calor. De pronto, me detengo a contemplar a mi hermanita Fedora. Todo su cuerpo es blanco, de mármol, de diamante. Veo sus envolturas astrales. ¡Dios mío, la inmortalidad del alma es un hecho! Ahora, por fin, siento la alegría de vivir. No se muere nunca. Se “es” eternamente. Bienaventurados todos nosotros. Aleluya. La vida tiene sentido; la muerte tiene sentido; todo tiene sentido. Pienso que todos los cuerpos de mi casa contiejnen espíritus antiguos, superiores. Evohé, toda Grecia está en mi casa.<br />
<br />
Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer, porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia. Hay que ser un dios, algo más y siempre más.<br />
<br />
La canilla de la pileta resplandece. Me digo: “Es de oro”. Ahora todo es de oro. Se explica; yo, el super-hombre, encontré la piedra filosofal. La piedra filosofal la descubrí en el sonido. Soy el alquimista de los sonidos. Ahora todo es de oro puro. Todo se ha purificado. Todo brilla. Ha llegado la hora del alba eterna, del alba esperada. Homero ha vuelto a reencarnarse para mi fiesta. Pues bien, bebo. Bebo agua. Son las últimas gotas de agua que beberé, nada más que para limpiar mis órganos de oro, los órganos eternos; los órganos que no saben del bien, ni del mal, ni de la virtud, ni del pecado; los órganos del Integral, del Superhombre.<br />
<br />
Entro en la cocina. Está clara, limpia. La lamparilla eléctrica es de color rojo y amarillo. Debe de ser una comunicación de Moscú. Recibo noticias secretas que contesto.<br />
<br />
La luz recta de un reflector, con un aliento monstruoso, enfoca la ciudad. Mi cuerpo exhala, poro tras poro, aromas distintos y penetrantes. Estoy en la gloria. Desde el fondo de mi ser brotan aleluyas. Mi ánimo se resuelve en misticismo. No me entiendo. Tengo la certeza del otro espacio, del otro. El alma existe. Dios existe. Yo existo. Nada muere.<br />
<br />
Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a reflexionar.<br />
<br />
Soy feliz. La felicidad es mía. Tengo paz, seda, dulzura en mi sangre. Ya no soy pesimista.<br />
<br />
En eso entra mi madre.<br />
<br />
-¿Qué haces? –interroga.<br />
<br />
-Mire, mire: ¡qué limpia tengo la boca!<br />
<br />
-Es cierto –Y luego agrega: -¿Dónde has comido?<br />
<br />
Yo por respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego mi madre no sabe quien soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de compasión y dulzura para conmigo:<br />
<br />
-Bueno, vete a dormir- me ordena.<br />
<br />
-Después.<br />
<br />
Ella se va meneando la cabeza, pensativamente. Todo está en silencio. Me deslizo como una sombra y salgo. Tampoco dormiré más. Ni comer, ni dormir, nada de las dos porquerías.<br />
<br />
Estoy en la calle. Camino. Recuerdo que debo estar en mi “soviet”. Mi “soviet” está compuesto por Pardo, Berman y Soria. Los tres ilustrados. Los tres son revolucionarios. Los tres son pesimistas. ¿Cuál de los tres es más pesimista? Pardo, porque ama el color gris y tiene ojos tristes; pero cree en el amor. Berman no cree en nada, pero tyiene pasiones con alternativas que dan miedo. Soria está casado. El pesimista soy yo. No; el pesimista es Enrique Pitzberg, un muchacho medio feo, con algunos dientes de menos y atacado del mal metafísico. No cree en nada; todo está mal; todo es inútil; los hombres son perversos, las mujeres son idiotas. El universo está mal construído. Tales de Mileto se equivocó en su teorema sobre la construcción del mundo. Todo es imperfecto. La perfección es inútil, porque Kant, porque Fichte; porque Descartes; pero Bacon, pero Sócrates, pero….<br />
<br />
No, éste tampoco es pesismista. Y, aunque lo fuera, no lo entiendo. Pesimista es Tartessi. Tartessi es un muchacho que se le ha dado por usar barba. Es un temperamento apasionado, latino; y es neurótico. Lo es su madre, su hermano el violoncelista y sus hermanitas. El está en pleno pesimismo. Lee a Leopardo, el Eclesiastés; pero estudia el yargón, porque se ha enamorado de una violinista judía. Ahora ya no está enamorado. Quiere irse a Norte América, a Italia o al campo.<br />
<br />
No, tampoco Tartessi es pesimista. Pesimista es un ex -fraile amigo mío, un tipo erudito, vagabundo. Lee mucho; y come donde puede. ¿Dónde estará? Debe de estar también pero, porque dijo el otro día a voces:<br />
<br />
-Moscú es la capital del mundo.<br />
<br />
-Montenegro- le dije- cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a muchos, sin miedo, sin piedad.<br />
<br />
-¿Matar? Yo no sé matar- me contestó.<br />
<br />
-El que no mata en la hora de la revolución, la hace fracasar.<br />
<br />
-Yo sólo aspiro a ser comisario de instrucción pública.<br />
<br />
He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son los que dicen: “Hemos llegado demasiado tarde”, y quieren volver a la Edad Media o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomás; queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro s una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente, por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos que hablan que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt. (Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado.) Ah, pero el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento. Su cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente. Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. El es el único que no cree en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece. Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las que oyó en las estepas.<br />
<br />
Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las 10 me encuentro con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que, según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Super-hombre; el Mesías.<br />
<br />
Después he visto a Berman, al padre de Berman, un hombre silencioso y bueno. Me habla y no le contesto. Encuentro a Soria, a Pardo, y a Muñoz, un muchacho anarquista con todos los defectos de tal; y encuentro a Tartessi. Todos me hablan y no les contesto. No debo hablar más el lenguaje vulgar y tonto. Soy, pues, el Super-hombre.<br />
<br />
Llega la noche. Recuerdo unos terribles golpes sobre mi cuerpo, una comisaría, gritos, cantos, ¡qué se yo!.... Ah, es verdad, estoy en la casa de mi padre Jaime Berg.<br />
<br />
El me había abandonado en Rumania; una de esas cosas que ocurren en el mundo: un devaneo, un amorcillo. Samuel Lejtman no es mi padre; él sólo me ha criado.<br />
<br />
Mi madre adoptiva me sacó de la cuna. Con razón la que yo creía mi madre no tuvo hijos durante nueve años. Por eso me adoptaron. Todo termina bien. Estoy en la casa de mi padre Jaime Berg, mi verdadero padre. Pero a las tres de la tarde vamos a lo del psiquiatra José Ingenieros, a discutir posiciones revolucionarias. Veremos cómo se resuelven. Nos acompañan Samuel y Alberto; yo voy con mi padre Berg.<br />
<br />
Entramos a lo de Ingenieros. Le hacemos unas señas misteriosas que comprende y contesta. Ya sabe quién soy y quiénes somos. Nos despedimos. Al despedirme pego un golpe con el pie, y grito:<br />
<br />
-¡Yo soy el Cristo Rojo!<br />
<br />
Ingenieros me golpea el hombro, diciendo:<br />
<br />
-Epa, amigo, aquí no se grita.<br />
<br />
Está bien, comprendo, es una orden parta las barricadas. Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca. Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:<br />
<br />
-¡Viva la revolución social!<br />
<br />
-No grites- me interrumpe papá Berg.<br />
<br />
Bueno, la revolución está hecha.<br />
<br />
Hemos vuelto a la casa de mi verdadero padre. La casa está en silencio y triste.<br />
<br />
-Ahora, a dormir -me dice mi “verdadero padre”, que me lleva al cuartito donde duerme Alberto. Allí me desnuda y me hace acostar en una cama plegadiza. El cuartito es oscuro. Hay muchos baúles. No hay dónde moverse.<br />
<br />
-A dormir, a dormir -me dice por última vez y se va, bajando una escalerita de hierro.<br />
<br />
Ya no oigo sus pasos. Duermo. A los pocos minutos me despierto, y me siento sobre la cama. Hace un calor insoportable. Tengo toda la sangre en la cabeza.<br />
<br />
-¿Dónde estoy? -pregunto.<br />
<br />
Nadie me contesta.<br />
<br />
-¿Quién me ha traído aquí? -vuelvo a preguntar.<br />
<br />
Anoche me pegaron en la comisaría, recuerdo; aquí tengo algo, adentro, en la cabeza. Me pesa y no me pesa. Todo es rojo. Veo mal, distingo mal las cosas. Vuelvo a acostarme, pero no me duermo.<br />
<br />
Viene mi verdadero padre y me dice:<br />
<br />
-Tienes que tomar esto- y me ofrece un líquido en una cuchara.<br />
<br />
-No, no quiero.<br />
<br />
-Toma, toma, te lo manda Ingenieros.<br />
<br />
Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, si, debe de ser una receta “bolchevike” que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería! Ingenieros debe de haberme “tomado el pelo”. Ingenieros es una bestia. Debe de ser la cuchara que se les da a sus iniciados de “La Siringa”.<br />
<br />
-Bueno, a ver si por fin te duermes- me dice papá Berg.<br />
<br />
Duermo un rato. Oigo la voz de mi hermano que está abajo. Mi verdadero padre le pregunta a mi hermano David:<br />
<br />
-¿Tenía muchos amigos?<br />
<br />
-Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.<br />
<br />
Hablan de mí como si hubiera muerto. Vuelvo a dormir unos minutos.<br />
<br />
Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por la voz, se me figura que está vestida de luto.<br />
<br />
Dice la señora de luto:<br />
<br />
-Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…<br />
<br />
-Murió anoche. ¡Qué se va a hacer!-añade la señora de mi verdadero padre.<br />
<br />
De manera que estoy muerto. He muerto anoche. La paliza que me dieron era para hacerme desencarnar. Ahora lo comprendo todo.<br />
<br />
Oigo llorar a mi amigo Alberto. Verdaderamente estoy muerto. Me consuela, no obstante, pensar que estoy vivo, que la inmortalidad del alma es un hecho. Estoy flotando en el cuarto.<br />
<br />
A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.<br />
-¡Jé! Mi hermano no se ha dado cuenta.<br />
<br />
Ha estado velando mi cadáver. Ha bajado, y ha vuelto a subir “mi fantasma”.<br />
<br />
Duermo. Me despierto preguntando por Rosa, una amiga mía.<br />
<br />
-Yo soy David y no Rosa. Duerme –me contesta mi hermano.<br />
<br />
¡Qué raro es todo! Este cuarto suspendido en el aire, no sé cómo, se sostiene. Los baúles son sospechosos. Ah, si: uno es para mí; y el otro es parta Alberto. Nos vamos en aeroplano a Moscú, porque el gobierno de aquí nos persigue. No, me iré con mi “padre”. El no se llama Berg; él es Trotski. Va y viene de Moscú cuando le place. Yo soy Lenin. Ahora todo se explica, se aclara.<br />
<br />
De mañana viene a verme la señora de mi padre. Me habla con dulzura y me “ceba” mate.<br />
<br />
-¿Está bien el agua? –me pregunta.<br />
<br />
-¡Más caliente! –le contesto.<br />
<br />
-Bueno, voy a calentarla.<br />
<br />
Al rato vuelve.<br />
<br />
-Y ahora, ¿le gusta?<br />
<br />
-¡Más caliente! –le grito.<br />
<br />
-¡Pero, si está hervida!<br />
<br />
-¡Más caliente, más caliente! –le grito repetidas veces, lanzando terribles carcajadas.<br />
<br />
Ella se va, o no se cómo desaparece. Todo pasa como en un sueño. Los dioses están contándome un cuento shakesperiano.<br />
<br />
Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto. Reconozco la lamparita; Samuel Lejtman me la tiró una vez, porque nos enfadamos….<br />
Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele a tabaco, a miseria, a no sé qué.<br />
<br />
-¡Fuera, fuera!- le grito.<br />
<br />
Él llora, llora como un niño.<br />
<br />
Vuelve a acercárseme; le doy un puñetazo. Se va.<br />
<br />
Después viene Neje, la que me ha criado, mi madrastra.<br />
<br />
-¡Fuera! Tú quieres plata, sólo quieres plata.<br />
<br />
Ella llora. Aquí todos lloran. Todo el mundo llora. Se va. Este cuento de los dioses es muy triste. Es como la vida…..<br />
<br />
Luego sube Rebeca, que viene con la sirvienta; pero no es la sirvienta, es Luisa, una amiga de mi infancia, que hace diez años que no veo y que ha venido de Norte América a visitarme. No, es Lina, una amiga mía de Mendoza. No, es Octavia. Rebeca me da los buenos días y se va. Se va Luisa o Lina u Octavia. Lina se parece a Cristo. Es rubia; tiene ojos azules. ¡Cómo cambia el tiempo hasta las finosomías!<br />
<br />
Ya no están en mi cuarto. Se han ido. Se oye sonar el piano. Mi padre grita. Es la hora de comer. Alberto llora. No comprendo. La voz de Samuel me dice:<br />
<br />
-Israel, ¿quieres comer con nosotros?<br />
<br />
-No. Yo no bajo. ¡Yo subo! ¡Vivan las alturas!<br />
<br />
-Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar el “Kadisch”-le oigo decir.<br />
<br />
-¡Cómo! ¿No dijiste tú que cuando murieras te levantarías de tu sepulcro para rezarte tú mismo el dichoso “Kádisch”? –le digo.<br />
<br />
Todos ríen.<br />
<br />
Ahora duermo. Duermo profundamente. Estoy en el Egipto. Me han encerrado en la Esfinge. Debo colgarme de los anillos de Saturno para salvarme. Ya estoy colgado. Soy un caldeo que observa las estrellas.<br />
<br />
Ya estoy en el espacio. Los anillos de Saturno me han salvado. ¡Qué lejos está la tierra! ¿De qué encarnación me acuerdo? Estoy saturado de una luz azul. Sólo me falta la escala de Jacob. Me he salvado. Mi salvación es eterna. ¡Cómo canta el mar, un mar que debe estar lejos, entre unas nieblas de ensueño!<br />
<br />
Ha pasado tiempo, mucho tiempo. ¿De qué? No recuerdo. ¿Para qué ha pasado el tiempo? Ya es tarde para volver, pero volver, ¿a dónde volver? No lo sé.<br />
<br />
Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las barricadas.<br />
<br />
-¡Yo soy el Cristo Rojo! –grito azuzando al pueblo enloquecido.<br />
<br />
Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la plaza.<br />
<br />
Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y grito como un endemoniado.<br />
<br />
Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.<br />
<br />
Ahora está a mi lado Alberto, que escucha mis aventuras.<br />
<br />
-¿Te acuerdas?, me caí al agua, allí, cerca de la Asunción… Me salvó Tomás Mendoza, un militar, camarada del coronel Jara. Me sacó del agua por los cabellos. Mi canoa chocó contra un vapor. ¿Cuándo trajeron mi cadáver?<br />
<br />
Alberto se desternilla de risa. Me habla de no sé qué cosa. Pero ahora descubro que yo estaba equivocado. Alberto Berg soy yo; él es Israel Lejtman. Yo tengo esa enfermedad del corazón; yo uso lentes; yo soy gordo; yo soy hermano de Rebeca. Yo he estado esperando que mi madre volviera de Europa, donde la ha sorprendido la guerra. He llorado mucho, mucho por ella. Me saco los lentes y los limpio. Me los vuelvo a poner. Israel Lejtman se va.<br />
<br />
Ya es de noche. Sube mi “padre”.<br />
<br />
-Vístete –me dice.<br />
<br />
Y él mismo me viste.<br />
<br />
-Vienen a buscarte unos amigos en auto.<br />
<br />
-Será Pardo –pienso.<br />
<br />
Estoy vestido con mi traje negro. Mi “padre” no encuentra mis zapatos.<br />
<br />
-Vamos así, no importa. Total vas en auto.<br />
<br />
Abajo veo un bombero. Una lamparilla eléctrica brilla en la joyería. El bombero está acompañado de dos amigos que han venido del puerto de Murtinho, del Brasil.<br />
<br />
Le grito a uno:<br />
<br />
-¡López!<br />
<br />
-¡Wilhelm!<br />
<br />
Me abrazan y me llevan fuera. Subo a un auto. En el pescante se sienta Israel Lejtman. Mi padre Berg se va. Creo que llora. Se cierra la puerta de la joyería. La ciudad tiene mucha sombra. Todas las sombras de la ciudad se mueven, se contraen. Canto trozos de ópera. Los tranvías se detienen al paso de nuestro auto. Por una larga avenida entra la ciudad de Asunción del Paraguay. De pronto el auto se desvía…<br />
<br />
Pienso: “Nos han traicionado. ¿Quién? no lo sé”.<br />
<br />
Estamos en el manicomio.<br />
<br />
-¡Oh, miren, un loco! –grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.<br />
<br />
El auto se detiene. Me bajan teniéndome de las dos manos.<br />
<br />
Dice un policía:<br />
<br />
-Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del mal de la anarquía.<br />
<br />
En la puerta hay dos loqueros. Un médico ordena, tranquilamente:<br />
<br />
-Pásenlo.<br />
<br />
Me desvanezco. Estoy muerto…<br />
<br />
Pero a media noche….Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-38180924335017980242018-07-01T02:53:00.001+01:002018-07-01T02:54:15.333+01:00 LA MUERTE VIAJA EN UNA OLIVETTI<div style="text-align: center;">
<b><br /></b>
<b>Noticia preliminar</b></div>
<div style="text-align: center;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Ralph Endicott, de origen estadounidense y sin más datos de filiación, fue hallado muerto de bala en horas de la tarde del 16 de junio, a un costado de la Ruta 11, en las afueras de la ciudad de Resistencia, provincia del Chaco. </div>
<div>
<div style="text-align: justify;">
El occiso presentaba dos impactos, presumiblemente de calibre 38, en el espacio intercostal izquierdo, uno de los cuales perforó las aurículas provocándole la muerte.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuerpo se encontraba en posición decúbito dorsal, semioculto en los últimos dos párrafos de un cuento titulado “La muerte viaja en una Olivetti”, cuyo autor se trata de individualizar.</div>
<br />
<br />
<div>
<div style="text-align: center;">
<b>I</b></div>
<div style="text-align: center;">
<span style="font-weight: 700;"><br /></span></div>
<span style="font-weight: bold;"></span><br />
<div style="text-align: center;">
<span style="font-weight: bold;">Viejos sueños de papel</span><br />
<span style="font-weight: bold;"><br /></span></div>
<span style="font-weight: bold;">
</span>
<div style="text-align: justify;">
A Ralph Endicott le fastidiaban los atardeceres y las mujeres excesivamente flacas. Lo sabía demasiado bien y sobre ese andén había todo eso: un atardecer y muchas mujeres flacas.</div>
<div style="text-align: justify;">
Buscó un banco vacío, se sentó y apoyó su maleta contra un basurero. Aflojó el nudo de la corbata, con ambas manos estiró hacia afuera los puños de la camisa e intentó un gesto resuelto, distraído.</div>
<div style="text-align: justify;">
El aire empañado y sucio de la estación flotaba fosfórico, casi triste, teñido de humo y voces muertas. Debajo de su viejo traje de gabardina azul se sentía un marciano en Buenos Aires.</div>
<div style="text-align: justify;">
Mundo de mierda, dijo a nadie Ralph Endicott. Se sorprendió alentado, como abrigado por “mundo de mierda”. Lo repitió y tuvo la impresión de haberse bebido un doble de Old Forester, sin hielo, claro.</div>
<div style="text-align: justify;">
El andén se empezaba a llenar: hombres, valijas y humo. Resopló la locomotora, los pistones le apuraban el asma. Echaba nubes de vapor entre las ruedas como quien dice cosas sin sentido. El olor ya era insoportable. Cualquiera hubiera dicho que estaban fritando grasa sobre los rieles. Hacía frío y Ralph Endicott tenía hambre. No probaba bocado desde dos días atrás y a su edad eso era injusto. Se hallaba sin empleo y sus últimos pesos los había jugado en una apuesta en la que no creía: viajar al Chaco.</div>
<div style="text-align: justify;">
Ralph había sido personaje secundario en una novela de Scott Fitzgerald, en Hermosos y malditos. Nada importante por cierto, sólo un extra anónimo que cruza por White Plains. Así y todo, fue su trabajo más significativo. Trabajar para el talento de Scott había sido un placer. Odiaba un poco a Zelda. Jamás se borraría de su mente aquella noche en que Zelda, borracha como una cuba, discutió con Scott sobre el pasaje donde Ralph aparecía. Poco faltó para que su presencia en Hermosos y malditos se fuera al demonio. Borracha, murmuró Ralph, borracha y cagadora.</div>
<div style="text-align: justify;">
Desde entonces, la suerte le había mezquinado oportunidades. Sólo papeles sin relieve, intrascendentes, en historias de escritores fracasados, incapaces de unas cuartillas más o menos doradas. ¿O es que acaso alguien recuerda a Archibald Dawn, por ejemplo, o a Denisse Murphy? Sólo escoria, pésima literatura.</div>
<div style="text-align: justify;">
Dawn fue el único que llegó más allá de la esquina de su casa: su cuento Ruedas de asfalto fue premiado por The New York Review of Books, en 1947. Y hasta le pagaron trescientos dólares. Allí Ralph hizo de jardinero en un drama doméstico con aristas policiales ubicado en la clase alta de Bay City.</div>
<div style="text-align: justify;">
Echó una ojeada a su reloj. Aún faltaba media hora para que su tren se pusiera en marcha. Abrió su anotador y revisó una vez más el nombre del escritor que le habían recomendado visitar. Hace calor en el Chaco, Ralph, le habían dicho.</div>
<div style="text-align: justify;">
Es como un trópico: mosquitos, plantas verdes, enormes, que impresionan como venenosas; serpientes, mujeres morenas, mucha cerveza y noches pegajosas. Y sobre todo, historias de campesinos, seguro. Ojalá te vaya bien, le habían dicho.</div>
<div style="text-align: justify;">
El maldito olor a estación lo estaba descomponiendo. Le dolía la espalda, aunque más le molestaban las tripas vacías. Era tan desconsolador como ver el Madison Square Garden deshabitado. O peor.</div>
<div style="text-align: justify;">
Se recostó contra el respaldo del banco y decidió que el único basurero era el andén. Había de todo, un supermercado de inmundicias: desde vasitos de papel abollados hasta una sandalia que debió pertenecer a Cleopatra. El basurero metálico de su lado, comparado con el paisaje, parecía un quirófano.</div>
<div style="text-align: justify;">
Un tipo ridículo de traje de franela gris perla con un clavel mayor que una dalia cruzó frente a Ralph y lo saludó con suave cortesía.</div>
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Con Denisse Murphy logró atravesar la década del cincuenta sin apurones. Denisse era una fotógrafa de Kansas que intentó la literatura. Sus cuentos eran muy malos y su única novela todavía debe servir para amenazar a los niños que no quieren tomar la sopa. Hizo de todo con Denisse: mecánico que va a la guerra y es herido en el Pacífico, un amante ocasional de Brenda en Agua de nácar, cuencos de plata, y hasta personificó a un sargento de policía que arresta al doctor Zweig, cortándole una brillante carrera de estafador de corazones femeninos. Por temor a pasar hambre es que duró tanto tiempo entre las insulsas páginas de Denisse.</div>
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Durante los años sesenta las cosas cambiaron. En New York se vivía una verdadera epidemia de novelas y cuentos. Los muchachos se las traían, querían contar todo de golpe y de paso le hacían ojitos a Hollywood.</div>
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De aquella época recordaba con emoción esa mañana en que poco faltó para ingresar en un texto de Norman Mailer. Hubiera sido consagratorio, pero no pudo ser. El relato La traición y la duda fue destruido por Mailer después de que se intoxicara con una buena cuota de Seconal.</div>
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Sobre el andén las cosas iban de mal en peor. La noche rojiza de Buenos Aires lanzaba lenguas negras en los rincones y los fluorescentes lloviznaban su luz dura, de hielo, sobre viajeros y parientes que chillaban como si la despedida les importara. Un hombre se le acercó y le pidió fuego. Ralph creyó que merecía fumarse uno. Le quedaban seis cigarrillos más un atado, el último, un Lucky envuelto cuidadosamente entre sus camisetas: era todo su capital.</div>
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Chupó el cigarrillo y dejó que el humo escapara por la nariz y la boca. Lo necesitaba. Se sentía decididamente mal, abandonado en un mundo desconocido, sin más armas que su experiencia.</div>
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Su gran amigo Meggs Gilmore, protagonista de tantas novelas de misterio en los fines de los cuarenta, había dejado todo para refugiarse en una biblioteca de Chicago. El Chaco sonaba a Chicago. Ligeramente feliz, hizo un orificio de su boca y comenzó a silbar “You are my sunshine”. Sonrió, porque a Charles W. Smiley le gustaba teclear su vieja Underwood tarareando ese tema. Smiley era un gran caso de estupidez. Se creía el heredero de Hemingway. Si bebía como un corsario no era por otra cosa. Se ufanaba de conocer a Tom Wolfe y no era cierto. Ralph había trabajado con Smiley en dos relatos. El único que merecía algún recuerdo era “Escenas macabras”, publicado por The Horror Magazine. El otro, “Luces bella, Ligeia”, fue comprado por un editor de Boston al que le faltaron las agallas para llevarlo a una imprenta.</div>
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La locomotora relinchó y volvió a descargar vapor como si se fuera enardeciendo de a poco. Chaco, dijo Ralph, y se levantó cargando su maleta. Buscó en su bolsillo y extrajo el pasaje. Vagón 9, asiento 94. Marcado con tiza rápida, el vagón mostraba un 9 enorme. Ascendió. Llegó hasta la butaca 94, ventanilla; acomodó la maleta en el contenedor aéreo, se alisó el saco y se sentó con un bufido.</div>
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Su asiento no daba al andén, lo cual le pareció perfecto. Odiaba las despedidas. Su paisaje era penumbroso, daba a otros andenes gemelos, cruzados muy de vez en vez por siluetas atareadas en cuestiones incomprensibles. Se repasó el pelo con la mano y una vez más sintió el alacrán del hambre tironeándole el pellejo del estómago. El escritor del Chaco acabaría con ese monstruo. Carne asada, ensaladas y sopa bien caliente. Tal vez whisky. No sería Old Forester pero tendría lo suyo. Y café, mucho café. Más allá los rieles se enturbiaban, mezclándose. Sólo Dios o un escritor sabrían hacia dónde marchaba esa maraña.</div>
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El tipo ridículo de traje de franela gris con enorme clavel en la solapa se acomodó en uno de los asientos del costado. Volvió a sonreír con un leve golpe de cabeza. Un idólatra de los buenos modales, evidentemente. Ralph le devolvió una sonrisa tan expresiva como un cenicero de plástico. El tipo ridículo pareció apaciguarse y se reclinó contra el respaldo, blandamente, como si estuviera convencido de que el mundo es una delicada pelotita de algodón.</div>
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Sus últimos trabajos habían dejado mucho que desear. Bien pagos pero detestables. El Puente y los álamos de William Corso (un asco) y Réquiem para Zoe, fiasco experimentalista a cargo de uno de los pesos pesados de la neurosis: Donald Pearson. Ralph casi enloqueció con Pearson: lo hacía beber Coca Cola vestido de astronauta durante el velorio de Zoe, y en el capítulo final –que en realidad era el principio– no había hecho otra cosa que tropezar entre adjetivos poco felices y batallado con una puntuación tan arbitraria como demente. Si alguien intentó comer un helado de látex, sabrá de qué se trata Réquiem para Zoe. Es que había que durar hasta tanto se abrieran las puertas doradas de la gran oportunidad. Algún día tendría que llegarle. Como a su amigo Dave Garrison: de personaje más que secundario a semi protagonista en Féretros tallados a mano. Si bien fue muy duro trabajar para Truman Capote, aquello fue un golpe de suerte.</div>
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No acertaba a saber si era el cansancio o una corazonada; lo cierto es que Ralph notaba una inquietud eléctrica en su cuerpo. Conocía demasiado bien los climas y los tempos de los cuentos. Desde su asiento olía que algo no caminaba bien, como que algo se había puesto en marcha sin su consentimiento. Siempre que fue contratado, Ralph impuso como condición saber de antemano su suerte. No soportaba verse expuesto a un destino desconocido. Era una regla de oro. No se explicaba cómo hacían los autores para vivir ignorantes de lo que pasaría con ellos un día después de una página.</div>
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Desasosegado y difuso, los ojos arenosos por el sueño, vio sobre un lejano andén a dos ininteligibles hombres hablando. El corazón le dio un vuelco. Por un instante supuso que el tema de aquella distante charla era él mismo. Giró el rostro hacia el hombre ridículo y se serenó: leía un diario.</div>
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El alarido de la locomotora lo despabiló. Los chorros de vapor crecían a los costados del vagón. El tren trepidó como si los metales se hubieran encolerizado. Pero todo quedo allí. Le llegaban, ajenos y afilados como pequeños vidrios molidos, los rumores de las despedidas en el otro lado. Entrecerró los ojos, y al rato Ralph dormía profundamente. La barba le crecía desde hacía trece horas y ya le sombreaba la mandíbula. Una mueca negligente había quedado congelada en los labios finos.</div>
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El vagón viajaba con poco pasaje. Ningún niño, unas pocas mujeres y otros tantos hombres que, minutos después, atacarían patas de pollo, empanadas, se engrasarían las manos y beberían de botellas recubiertas con pudorosos papeles de diario. El tren se puso en marcha.</div>
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Buenos Aires empezó a desaparecer entre relámpagos de neón. Ralph roncaba. Las luces parpadearon y el vagón quedo semi iluminado. Algunos fumaban y miraban la ventanilla rugiente, ciega, mientras cruzaban la noche. El hombre ridículo del traje de franela gris con enorme clavel en la solapa, cruzado de piernas, envaneciendo el cuello, más parecía asistir a una velada del Colón que a ese traqueteo isócrono que zarandeaba el vagón. Un viento de orines llegó desde el baño. Aquello ya era un viaje.</div>
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Cuando el hombre grandote, vestido de sobretodo de pelo de camello, estaba por arrojarlo al acantilado y Sheila hojeaba un libro del cual chorreaba una sangre oscura y humeante, Ralph despertó. Su pecho subía y bajaba al ritmo de una rumba. La boca parecía de piedra pómez o una cloaca. Calambre en el brazo izquierdo, chirridos y telarañas en la nuca, los párpados de plomo, la sensación de que su pelo servía de nido a una gallina gorda: Ralph se sentía menos un hombre que una desvencijada máquina de coser. Se encaminó hacia el baño.</div>
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n la fría sombra del pasillo, un hombre fumaba recostado en el aluminio del lavabo. Ralph lo rozó al entrar al baño. Orinó largamente, sin respirar: aquel aire competía en peligrosidad con el de Hiroshima, minutos después de la bomba. Se lavó la cara con el chorrito mezquino de la canilla. El hombre que fumaba en la sombra existía sólo por la brasita del cigarrillo.</div>
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Ralph regresó secándose con el pañuelo. Meneó la cabeza. Algo no encajaba en ese viaje. Quién demonios me garantiza que ese escritor del Chaco existe. Recordó que fue un tal Erdosain quien le garabateó el nombre en una servilleta de la confitería Las Violetas. Erdosain. Un tipo exitoso en este país. Protagonista de varias novelas, medio raro, más que raro, extraño. Viejo y algo excéntrico, vivía de recuerdos, retirado y haciendo beneficencia. Sintió piedad por la noche. Encendió un Lucky. El humo le hizo toser. Le dolía la espalda y su estómago estaba invadido por cientos de hormigas que le comían las paredes. Se estiró cuanto pudo y dejó que sus ojos resbalaran en la noche. Jirones de niebla espesa rayaban la oscuridad. Por qué soñar con Sheila, justo ahora. No Sheila O’hara sino Sheila Hambletton, la que hizo de enfermera secundaria en Adiós a las armas. Nada menos que con Hemingway. Ella fue algo fuerte en el corazón de Ralph Endicott. No pudo ser. Eso es todo. Estaba loca por Manny Foster, un tipo sin escrúpulos que vivía de personaje en novelas porno y coqueteaba con los intelectuales del Village. Qué piernas las de Sheila.</div>
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Todo estaba tan lejano.</div>
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El hombre ridículo del traje de franela gris ahora se dedicaba a parecerse a un profesor de Princeton observando una clase de estética. Reclinado sobre un melancólico puño miraba al vagón sin muestras de ningún cansancio. Sus ojitos huidizos de intrigante, de tanto en tanto, tocaban a distancia a Ralph y ascendían rápidamente como si buscaran mariposas del Amazonas a mitad del techo. Ralph apagó la colilla contra la suela de su zapato, se frotó la barbilla, bostezó y volvió a dormirse.</div>
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No se despertaría hasta las siete de la mañana.</div>
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<b>II</b></div>
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<span style="font-weight: bold;"></span><br />
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<span style="font-weight: bold;">Ganándose la vida a golpes</span><br />
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Su pasaje, señor, dijo la voz. Ralph vio todo verde. El aire verde quemado por cigarrillos. Un aire de cuerina verde. Las quemaduras de cigarrillo eran cráteres veteados de negro y marrón. La mano estaba a diez centímetros de su nariz. Había amanecido. La luz golpeó sus ojos. El inspector de pasajes seguía extendiendo la mano. Se arregló el pelo mecánicamente, se incorporó en el asiento. Buscó el pasaje y se lo entregó. Con dos clics el inspector lo perforó y se lo devolvió. Ralph se desperezó y bostezó con un gemido fastidiado. La mañana era nublada y según su reloj eran las 7,05. El frío lo obligó a ajustarse la corbata. ¿A quién se le ocurre quemar con cigarrillos el asiento delantero? Con pesadez admitió que no estaba atravesando el mejor momento de su vida. Volvió a desperezarse.</div>
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El tren se encontraba detenido a la vera de una estación, en mitad del campo. Una gorda discutía con un viejo enfermizo y flaco. Una lucha desigual. Dos gallinas y un gallo patrullaban el andén invadido por el pasto. Las tripas vacías gimieron y Ralph lo lamentó más que ellas.</div>
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El hombre ridículo estaba parado a su lado, con el traje de franela gris impecable. Notó que el clavel o estaba agonizando o ya era un hermoso cadáver blanco.</div>
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—Buenos días —dijo con voz limpia el hombre ridículo—; como estamos solos en el baile de este viaje, pensé que podría invitarlo a desayunar en el coche comedor, si no lo toma a mal, por supuesto. Ralph lo miró desconcertado. Por favor, insistió el hombre ridículo. La invitación lo salvaría de una muerte segura: el estómago de Ralph ya era una pasa de uva. Dijo que sí, cómo no, pero antes me mojaré la cara. El hombre ridículo sonrió satisfecho.</div>
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En los lavabos del pasillo no quedaban rastros del fumador nocturno. El agua caía por gotas. Se restregó los ojos y logró juntar la suficiente como para hacer un buche. Cuando escupió creyó que allí se iban los pedazos de noche que había tragado mientras roncaba.</div>
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El coche comedor distaba dos vagones. Los pasajeros que vio al pasar se le ocurrieron siluetas de papel recortado mecidas por una brisa que ayudaba a convencerlo de que estaban vivos. El hombre ridículo caminaba detrás de Ralph, oliendo a lavanda. En el cruce entre un vagón y otro, el hombre ridículo arrojó el clavel muerto por una de las vertiginosas puertas. Todo dura tan poco, suspiró.</div>
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Un detalle llamó la atención de Ralph. El hombre ridículo, tan Princeton, tan Míster Modales, parecía simular esa prolija condición. No atinaba a determinar qué resquicios de él alentaban esa sospecha. La puerta de madera del coche comedor le interrumpió los pensamientos.</div>
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Se sentaron a una de las mesas. Dos cafés con leche completos. En la mesa vecina, una mujer pecosa, rubia-huevo, mojaba una medialuna gigante en su taza. Frente a ella, un marido gordo, calvo y rosado, hablaba a las moscas. Más allá, un solitario de campera color ratón fumaba al borde de una taza de café negro. El resto de las mesas estaba vacante.</div>
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—Mi nombre es Larsen —empezó el hombre ridículo—. Soy uruguayo y viajo al Chaco por negocios.</div>
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Se desprendió el saco y con un golpe de mano abrió los faldones. Ese movimiento dejó al descubierto, fugazmente, la cintura gruesa de Larsen. También, la culata de una pistola.</div>
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Larsen hablaba de importaciones y exportaciones, desinteresado por saber quién diablos era Ralph. Como si ya lo supiera, pensó. Ralph anotó mentalmente: mi acento extranjero tendría que haberle despertado curiosidad; ¿es un charlatán vocacional o habla tanto de sí para que yo no sospeche nada?; ¿qué cosa podría sospechar yo? Llegaron los cafés con leche.</div>
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Ralph, en ese instante, escuchó que Larsen le comentaba que era gerente general de Astilleros Petrus, en una ciudad llamada Santa María. El mozo estibó sobre la mesa los desayunos y se retiró luego de recibir un afable gesto de Larsen, versallesco, excesivo.</div>
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Ralph devoró sus medialunas y bebió el café más pausadamente. Larsen casi no tocó su desayuno. Simplemente hablaba y hablaba, melifluo y educado como un Phi Beta Kappa demasiado presumido.</div>
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No cuajaba esa pistola en un gerente general de lo que fuere. Y en líneas generales, nada cuajaba con nada. Ralph se preguntó qué cosas sospechaba su maldito cerebro. En ese instante en que la realidad parece bajar los brazos, Ralph pudo observar, sin estupor ni sorpresa, de qué modo la luminosidad gris de la mañana roía la costra afectada con que Larsen se embadurnara durante el viaje. La sonrisa de Larsen ahora aparecía cruel y sus carnosos labios no podían ocultar más el brillo perspicaz de la saliva. La papada empolvada y los brazos cortos se movían con delicada pesadez, al compás de una voz que parecía costarle falsificar. Como una crisálida monstruosa, el hombre ridículo del traje gris perla daba paso a un Larsen definitivo, obsceno, irreparable. Ralph fue sacudido por un escalofrío. Tom Malgash le había comentado alguna vez que los verdaderos rufianes, los más arteros y peligrosos –cualquiera sea la trama– en el principio de las narraciones aparecían distraídamente aburridos, insospechados. Ralph dio por terminado el desayuno. Usted disculpará pero no me siento bien, dijo Ralph. Larsen no sólo no objetó sino que lo ayudó a excusarse. Regresaron al vagón.</div>
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Cuatro horas después del desayuno, Larsen insistía con sus atenciones: un cigarrillo, el diario, etc. Ralph creyó necesario despabilarse en el aire helado del pasillo. Junto a la puerta de los lavabos fumaba el solitario de campera que había visto en el coche comedor. El fumador nocturno, pensó.</div>
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El violento viento que arrachaba el pasillo hizo reaccionar a Ralph. Tenía que pensar.</div>
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Se recostó a dos pasos del fumador solitario y vio todo más claro.</div>
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Maldijo a Erdosain. Viejo traidor. Si todo era como se imaginaba, estaba metido hasta el cuello en un cuento. Erdosain lo había entregado por un puñado de billetes o, tal vez, por simple placer. El viejo y simple placer de traicionar. Lo que lo abismaba era que desconocía la trama.</div>
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Sólo tenía claro una cosa: él era la presa. En este punto, el corazón le retumbó en el pecho. De ser todo así, se trataba de su primer papel protagónico. Una parte de Ralph vivía una turbia alegría, la otra maldecía el precio de esa gloria. Erdosain le había conseguido empleo de muerto.</div>
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Encendió un cigarrillo, el último de ese atado. Pálido y sombrío, clavó sus ojos en el paisaje lleno de árboles, campos y vacas veloces. ¿Cómo no se dio cuenta antes? Viejo Ralph, ya no sos el de antes. Sencillo. El bastardo que está tecleando, persiguiéndome renglón tras renglón, ha sabido crear esos climas tan familiares en mi pasado. Tosió. Me siento un estúpido pececillo. Y ahora me estoy ahogando en mi propia agua.</div>
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Nadie lo ha hecho antes, sé que es difícil, pero lo intentaré: no dejaré que acaben con el viejo Ralph Endicott.</div>
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Tiró el cigarrillo y volvió sobre sus pasos. El fumador solitario seguía con su guardia silenciosa y tabacal. El tren se detuvo. El sol de las doce calentaba la estación polvorienta. Ralph sentía el ardor duro del pedregullo debajo de sus suelas. Hacia donde dirigiera su vista, la respuesta eran pastizales, campos planos interrumpidos por esporádicos grupos de árboles. Podría ser su oportunidad: escaparía hasta localizar una carretera y desde allí todo sería más fácil.</div>
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Lentamente se encaminó hasta la caseta de maderas podridas. Por la ventana, vio al encargado de la estación ocupado en una transmisión telegráfica. Ganó la parte trasera de la caseta y sus ojos chocaron contra una camioneta Ford que, a veinte metros, esperaba vacía bajo un árbol tieso y alto. Comenzó a marchar hacia el providencial vehículo. No quería correr: sería mejor hacerlo con calma, sin ruidos ni estampidas.</div>
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—Pero Ralph, ¿por qué nos deja? —la voz de Larsen era socarrona y dura.</div>
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Cuando el tren reanudó su camino, Ralph sabía dos cosas: que Larsen estaba dispuesto a cualquier cosa y que si deseaba zafar de la ratonera tendría que pelear bastante.</div>
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Larsen dormitaba o simulaba un sueño. Ralph decidió imitarlo. Su boca parecía segregar una saliva seca, espumosa, de ácido muriático.</div>
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A media tarde, el inspector de pasajes volvió a hacer su recorrido. El tren avanzaba entre altas paredes de polvo y bajo un sol aplastante, a pesar de la hora. Eso era el Chaco. El frío se había disuelto entre los fulgores y contraluces de ese corredor del infierno. Esa luz despiadada le impidió mantener los ojos cerrados por mucho tiempo. Se hallaba a dos horas de Resistencia, el punto final.</div>
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No sólo no había dormido o simulado un sueño sino que se había agotado imaginando fugas, trompadas contra Larsen, y también los balazos de Larsen reventándole las tripas. ¿Por qué no golpeó a Larsen cuando éste lo sorprendió yendo hacia la camioneta? Se dejó confundir. Como si todo estuviera dicho entre ellos, Ralph y Larsen regresaron al tren, nerviosos, bromeando, estremecidos por la tensión y el odio. Ralph buscó a Larsen de reojo.</div>
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El ex hombre ridículo no se encontraba en su asiento. Ralph respiró hondo y salió en busca de un nuevo agujero para huir de esa pesadilla. Antes de ingresar al pasillo se preguntó cómo se llamaría este cuento. Aunque era imposible, creyó sentir el repiqueteo de las teclas sobre su espalda.</div>
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Cruzó el pasillo envenenado de orines y al abrir la puerta del vagón contiguo una muchacha llevó por delante a Ralph. La contuvo con sus brazos e impidió que trastabillara. Ella acomodó la mata rojiza de su pelo y estacionó un par de ojos de lapislázuli sobre Ralph. Perdón, dijo la pelirroja y, bruscamente, su cara se llenó de asombro. Era bonita.</div>
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— ¡Oh! ¡Pero usted es Ralph Endicott! —exclamó la chica—. Deseaba conocerlo, sé que usted tiene mucha experiencia en esto. Yo estoy empezando, ¿sabe? Éste es mi segundo trabajo. ¡Oh, Dios! Cuando lo cuente no me lo van a creer. ¡Atropellé a Ralph Endicott! Ralph sonrió con labios cansados.</div>
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—Debes darte por satisfecha, linda. Hasta te han dado un bocadillo. Hay muchos que se vuelven viejos esperando que les tiren un diálogo. —La pelirroja se alejó con dramáticos cimbronazos de nalgas. A pesar de todo, Ralph sintió como una bruma de orgullo creciendo en su pecho. Aquella chica hablaría de él, seguramente, cuando todo hubiese pasado.</div>
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El coche comedor era el próximo vagón.</div>
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Larsen tomaba una cerveza con el fumador solitario. Los espió desde el vidrio de la puerta sin saber qué hacer. Si supiera la razón por la que me quieren liquidar. Por Dios, sólo la punta del hilo para saber hacia dónde carajos va todo esto.</div>
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Los ojos de Endicott tropezaron con uno de los pasamanos adheridos a los costados de la puerta del pasillo. Era de metal macizo y estaba casi desprendido. Echo una ojeada hacia el interior del coche comedor. Todo en orden. Larsen gesticulaba, ampuloso, frente al fumador solitario. Los vasos todavía contenían cerveza.</div>
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Le costó. El soporte ya era una manteca, pero como el remache estaba aplastado la cosa no fue fácil. Cedió con un clac y el pasamanos quedó, pesado y brillante, en el puño de Ralph. Sintió que tragaba lava hirviente. Oleadas rojas de calor le arrasaban las mejillas, el cuello, las axilas. La tarde había empezado a decaer. Ralph temblaba. Larsen llamó al mozo y pagó con unos billetes enormes y viejos. El tren había aminorado la marcha.</div>
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Vamos, Medina, estamos llegando, dijo Larsen. El fumador solitario miró hacia afuera y dijo –como si oliera un mal perfume–: Me preocupa en qué lo vamos a llevar. Vos, tranquilo, dijo Larsen, nos están esperando en la estación.</div>
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Las primeras casas pasaban dóciles y calladas a los costados de las vías. Medina avanzó mientras Larsen, detrás, dejaba caer un billete de propina sobre la mesa.</div>
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El primer golpe de Ralph dio seco contra el hombro de Medina. El segundo estalló en la cara con un ruido húmedo de huesos rotos. Bañado en sangre, Medina resbaló de espaldas por la escalerilla y voló como una bolsa de papas fuera del tren. Cuando Larsen levantó los ojos, la descarga de metal le llegó al cuello. Gimió, rodó, chocó y se detuvo contra las patas de uno de los asientos del comedor. Ralph, jadeante, con el pasamanos ensangrentado basculando en su brazo derecho, miraba a Larsen, estupidizado por el terror: Larsen había quedado fuera de su alcance. La mano regordeta sostenía la pistola.</div>
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Ralph se arrojó al piso: el primer balazo le rozó la oreja. El segundo, un estruendo que se multiplicó en el pasillo, se incrustó en la puerta. Larsen se había reincorporado. Más gordo y enorme, disparó nuevamente. La rodilla de Ralph no encontró el piso: lo chupó una sensación de vacío mientras sus costillas crujían. Fue el vértigo lo que impidió que Ralph supiera que estaba viajando por el aire. Cuando abrió los ojos, casi en el momento de rebotar contra el terraplén, vio a Larsen, perniabierto, llenando de estampidos el atardecer, al compás lento y traqueteante del tren entrando en Resistencia.</div>
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<b>Epílogo</b></div>
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Dio volteretas, tragó pasto, rebotó y resbaló hasta aquietarse en un pastizal. Antes de desvanecerse, creyó que su cuerpo era una vidriera hecha añicos. Se movió, y el perro que lo estaba olisqueando retrocedió para después marcharse con un trote desconfiado. Le costaba respirar. Era como tener una aguja para coser colchones ensartada entre las costillas. Ralph, se dijo, Ralph Endicott, muchacho, lo lograste. La noche empezaba a insinuarse entre los rayones malva y añil que esfumaban el cielo.</div>
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Estuvo ocupado en pararse unos diez minutos. Los dolores eran como campanadas que resonaban en su cráneo. Todo era campo, silencio, árboles y dos casitas lejanas. Las evitaría.</div>
<div style="text-align: justify;">
La idea era alcanzar una carretera, hacer dedo y huir lo más lejos posible. Larsen — pensó—, ya no nos veremos más. Y sonrió entre punzadas.</div>
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Se preguntó cómo seguiría todo en el tren. El mundo conforme, se dijo, Larsen, yo y ese escriba que lo tramó todo. Mi caída del tren bien puede pasar como mi muerte.</div>
<div style="text-align: justify;">
Con el brazo izquierdo apretándole las costillas rotas, Ralph comenzó a caminar. Cada paso era una llovizna de alfileres sobre su cuerpo. Un aguijonazo lo paralizó, lo obligó a cerrar los ojos y contener la respiración. La espalda y la cadera parecían haber soportado el paso de toda la infantería de marina de los Estados Unidos. Abrió los párpados de a poco. La luz era dificultosa. A Ralph le costó creer en lo que veía.</div>
<div style="text-align: justify;">
Las casitas lejanas habían desaparecido y ahora, a pasos de su encogido cuerpo, cruzaba una rata, tensa, vacía. A un centenar de metros, una excavadora mecánica hurgaba la tierra con su estruendosa pala. No podía asir un solo pensamiento, una sola idea. Esa transfiguración lo atemorizaba. Se llegó hasta el borde del pavimento.</div>
<div style="text-align: justify;">
Las luces de un vehículo crecían lentamente, plateando la ruta. Fría y tierna, la noche se espesaba. Oscuridad sin luna. El auto disminuyó la velocidad hasta detenerse junto a Ralph. — ¿Necesita ayuda, amigo? —dijo una cara con anteojos—. Lo puedo llevar, viajo al sur, hasta Rosario. Ralph vaciló: ladeando el rostro, con ojos rápidos recorrió el interior del auto buscando sombras, siluetas de otros hombres. Buscando a Larsen.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Pero, usted está golpeado —exclamó la cara con anteojos—. ¿Qué le pasó? Vamos, suba, viejo, usted necesita que lo atienda un médico.</div>
<div style="text-align: justify;">
Los temores de Ralph y Ralph mismo ascendieron al auto azul plomo, algo desvencijado. Era un Di Tella 1500.</div>
<div style="text-align: justify;">
Cara-con-Anteojos ahora tenía una frente y una barba. Era pelado, respiraba por una nariz vagamente levítica y parecía habituado a una práctica compulsiva de la serenidad; uno de esos tipos que pueden estarse horas haciendo citas literarias. Llevaba adherida también una sonrisa retórica, absolutamente prescindible.</div>
<div style="text-align: justify;">
Ralph se acomodó con cuidado en el asiento pero no pudo evitar la descarga de dolor sobre el costado. Se echó hacia atrás tratando de respirar sin hundir el diafragma en las púas de sus costillas. Cara-con-Anteojos había dejado una mano apoyada en el volante. La otra aferraba una pequeña automática del 38. Apuntaba, recta, al pecho de Ralph.</div>
<div style="text-align: justify;">
— ¡Hey! ¿Qué pasa, amigo? —Ralph percibió un sudor helado, palúdico, en la frente y la barbilla.</div>
<div style="text-align: justify;">
El ruido de la excavadora creció, empujado por el viento.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Muy simple, pero primero vayamos a las presentaciones —dije—. Soy el escritor que te contrató para un cuento en el Chaco: Erdosain, confitería Las Violetas, ¿te acordás? Bueno, hasta allí todo bien. Pero sucede que el veterano Ralph Endicott es un tipo muy listo. Se las sabe todas y descubre que está por ser liquidado en un cuento. ¿Y qué hace Ralph Endicott? Se las amaña para fugarse de la trama aun cuando se le ofrece la gran ocasión de protagonizar un texto. ¿Eh, Ralph? ¿Hasta ahí vamos? Ralph Endicott, entonces, despedaza la cara de Medina, le amoretona el cuello a Larsen, cae del tren por accidente y lo echa todo a perder. Adiós cuento, me dije. Pero después recapacité: rehice el terreno, porque yo necesitaba una ruta para tentarte con un auto. Y acá estamos. Soy un tipo muy quisquilloso como para soportar una trastada como la tuya, Ralph. Me tiran de sisa los desagradecidos y eso empeora mi mal humor. No será muy ortodoxo como recurso pero tengo que hacerlo de esta forma. Vos me obligaste, Ralph. No será en el tren, será aquí. Algo es algo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Y abrí fuego aprovechando que la excavadora rugía y levantaba su brazo cargado de tierra, piedras y estiércol.</div>
</div>
</div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-52420467561294218302018-07-01T01:18:00.000+01:002018-07-01T01:18:02.414+01:00Tres portugueses bajo un paraguas<div style="text-align: justify;">
1</div>
<div style="text-align: justify;">
El primero portugués era alto y flaco.</div>
<div style="text-align: justify;">
El segundo portugués era bajo y gordo.</div>
<div style="text-align: justify;">
El tercer portugués era mediano.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuarto portugués estaba muerto.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
2</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo no - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo tampoco - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo menos - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
3</div>
<div style="text-align: justify;">
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.</div>
<div style="text-align: justify;">
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.</div>
<div style="text-align: justify;">
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.</div>
<div style="text-align: justify;">
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.</div>
<div style="text-align: justify;">
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
4</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Esperábamos un taxi - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Llovía muchísimo - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¡Cómo llovía! - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
5</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Quién vio lo que pasó? - preguntó Daniel Hernández.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo miraba hacia el norte - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo miraba hacia el este - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo miraba hacia el sur - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
6</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo tampoco - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- El paraguas era chico - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
7</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- La noche era oscura - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
8</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
Cuando acabó de morir.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
9</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Yo me descubrí - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Mis homenajes al muerto - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
Los cuatro sombreros sobre la mesa.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
10</div>
<div style="text-align: justify;">
- Entonces, ¿qué hicieron? - preguntó el comisario Jiménez.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Uno maldijo la suerte - dijo el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Uno cerró el paraguas - dijo el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Uno nos trajo corriendo - dijo el tercer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
El muerto estaba muerto.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
11</div>
<div style="text-align: justify;">
- Usted lo mató - dijo Daniel Hernández.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Yo, señor? - preguntó el primer portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- No, señor - dijo Daniel Hernández.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Yo, señor? - preguntó el segundo portugués.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Sí, señor - dijo Daniel Hernández.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
12</div>
<div style="text-align: justify;">
- Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada - dijo Daniel Hernández. - Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.</div>
<div style="text-align: justify;">
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.</div>
<div style="text-align: justify;">
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo.</div>
<div style="text-align: justify;">
"El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El primero portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.</div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-78234468738687399052018-06-22T01:54:00.004+01:002018-06-22T01:54:53.678+01:00La verdadera muerte de un PresidenteA la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad.<br /><br />La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.<br /><br /><div>
La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.<br /><br />Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.<br /><br />Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.<br /><br />El periodista Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.<br /><br />Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier Palacios, logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.<br /><br />Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: "Traidor", y lo hirió en la mano.<br /><br />Allende murió en un intercambio de disparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozó la cara con la culata del fusil.<br /><br />La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que la Sra. Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.<br /><br />Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.<br /><br />Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos.<br /><br />Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que el se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.<br /><br />El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.</div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-90379028969268690802018-06-07T21:12:00.003+01:002018-06-07T21:14:03.171+01:00ÉGLOGAFrancis Albert Salicio (A.K.A. Frankie) persigue de techo en techo a Luigi Nemoroso (A.K.A. Lou).<br />Ya se han tirado todos los tiros y han tirado sus pistolas calientes y vacías. Ya se han arrojado estrellas ninja, puñales y hasta piedras encontradas en las terrazas. Pero ningún proyectil ha dado en el blanco y los dos siguen corriendo y saltando de casa en casa, de edificio en edificio. Frankie, hombre del FBI no tiene ningún interés personal en Lou, lo persigue por orden del jefe y Lou, un gangster a la antigua, no hace más que cumplir con el deber de escapar del otro.<br />Los dos han pasado los treinta. Los dos han recorrido muchas millas en los techos de Chicago y ya no tienen ganas de enfrentar estas maratones que pueden costarles la vida. Jadean, pero ninguno quiere ser el primero en decir que se rinde.<br />De puro cansados no se han dado cuenta de que las casas se han ido acabando, de que el verde de los árboles domina el paisaje. <br />Lou, que de tanto ver espacios entre construcciones, salta ante cualquier interrupción de la superficie donde corre, nota algo raro frente a sus pies, pero salta de nuevo. Aún agotado, el mafioso da el más largo de sus saltos. Mira alrededor: acaba de saltar un arroyo, de esos cantarinos, con bouquets de flores silvestres en las orillas y aguas transparentes que permiten ver las rocas del fondo, redondeadas por la caricia de la corriente. <br />En la otra orilla, Frankie ha decidido terminar con la persecución, se ha sacado la chaqueta, el sombrero y se ha tendido boca abajo sobre los tréboles. Lou lo imita, sólo que se tiende boca arriba y mastica un tallo que tiene gusto dulce.<br />Pasan en silencio unos minutos. Después Frankie dice con voz relajada: "¿Te conté alguna vez sobre Ruby, la mujer de hielo, más sorda que el mármol a mis reclamos?". “No, dice Lou, y me interesa esa historia. Cuando termines de contarme yo te voy a hablar de una mujer a la que yo llamaba Lili Marlene y que cuando se fue de este mundo se llevó mi corazón en su bolso...”<br />Frankie empieza a hablar, Lou se sienta para escucharlo. Un ruiseñor aparece de alguna parte y le pone música de fondo a su relato. Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-50977379016977463932018-06-05T04:30:00.001+01:002018-06-05T04:30:15.959+01:00El DiscípuloCuando Narciso murió, el río de sus delicias se transformó de una copa de agua dulce en una copa de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron llorando por los bosques a cantar junto al río y a consolarle.<br />Y cuando vieron que el río habíase convertido de copa de agua dulce en copa de lágrimas saladas deshicieron los bucles verdes en sus cabelleras y gritaban al río y le decían:<br /><br />-No nos extraña que le llores así. ¿Cómo no ibas a amar a Narciso con lo bello que era?<br /><br />-¿Pero Narciso era bello?<br /><br />-¿Quién mejor que tú puede saberlo? -respondieron las Oréades- Nos despreciaba a nosotras, pero te cortejaba a ti, e inclinado sobre tus orillas, dejaba reposar sus ojos sobre ti, y contemplaba su belleza en el espejo de tus aguas.<br /><br />Y el río contestó:<br /><br />-Si amaba yo a Narciso, era porque, cuando inclinado en mis orillas, dejaba reposar sus ojos sobre mí, en el espejo de sus ojos veía reflejada yo mi propia belleza.<br />Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-45793017262861261432018-02-19T23:35:00.000+00:002018-02-19T23:35:05.293+00:00Dos monjes zen en peregrinación llegaron al vado de un río. Allí vieron a una muchacha que, evidentemente, no sabía qué hacer, ya que las aguas estaban muy crecidas. Uno de los monjes la cargó sin más entre sus brazos, la llevó a través del río y la depositó en tierra firme. Luego ambos continuaron su camino, pero el otro monje no dejaba de importunarlo.<br />
-Sin dudas no es correcto para un monje tocar a una mujer. Va contra los mandamientos tener contacto con ellas. ¿Cómo puedes ir tú contra las reglas monásticas? –y continuó así de la misma manera.<br />
El monje que había cruzado a la muchacha seguía andando en silencio, hasta que finalmente observó:<br />
-Yo la dejé del otro lado del río, pero, por lo que veo, tú sigues llevándola.Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-7792072906229581462015-11-07T04:38:00.001+00:002023-11-29T15:30:23.084+00:00LEVANTAD CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO<div style="text-align: justify;">
Hace unos veinte años, una noche en que nuestra enorme
familia estaba sitiada por las paperas, mi hermana menor, Franny, fue trasladada con
cuna y todo a la habitación evidentemente libre de microbios que yo compartía con mi hermano
mayor, Seymour. Yo tenía quince años, Seymour diecisiete. A eso de las dos de la
mañana, la nueva compañera me despertó con su llanto. Me quedé quieto durante unos
minutos escuchando el berrinche, hasta que oí que Seymour se movía en la cama
próxima a la mía. En aquellos tiempos teníamos una linterna sobre la mesa de luz entre
los dos, para casos imprevistos que nunca se presentaban. Seymour saltó de la cama y la encendió.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- El biberón está sobre la hornalla, dijo mamá-le expliqué. </div><div style="text-align: justify;">- Ya se lo di hace un rato -dijo
Seymour-. No tiene hambre.-</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Avanzó en la oscuridad hasta los anaqueles y proyectó
la luz balanceándola hacia atrás y hacia delante de los estantes. Me senté en la cama. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- ¿Qué vas a hacer? -pregunté. </div><div style="text-align: justify;">- Creo que voy a leerle algo- contestó Seymour y
tomó un libro. </div><div style="text-align: justify;">- Pero, por favor, si tiene diez meses -dije. </div><div style="text-align: justify;">- Ya lo sé -respondió
Seymour-. Tienen orejas. Oyen.</div><div style="text-align: justify;"><br />
La historia que Seymour le leyó a Franny aquella noche era una de sus favoritas, un
cuento taoísta. Franny jura hasta hoy que se acuerda de Seymour leyéndoselo.<br />
<br />
El Duque Mu de Chin dijo a Po Lo: “Ya estás cargado de años. ¿Hay algún miembro
de tu familia a quien pueda encomendarle que me busque caballos?”. Po Lo respondió: “Un buen caballo puede ser elegido por su estructura general y su apariencia. Pero el
mejor caballo, el que no levanta polvo ni deja huellas, es evanescente y
fugaz, esquivo como el aire sutil. El talento de mis hijos es de nivel inferior; cuando
ven caballos pueden señalar uno bueno pero no el mejor. No obstante tengo un amigo,
un tal Chiu-fang Kao, vendedor de vegetales y combustible, que en cosas de caballos
no es en modo alguno inferior a mí. Te ruego que lo veas”.<br />
El Duque Mu así lo hizo y después lo envió en busca de un corcel. Tres meses más
tarde volvió con la noticia de que había encontrado uno. -Ahora está en Sach’iu -
añadió.- ¿ Qué clase de caballo es ? -preguntó el Duque. -Oh, es una yegua baya -fue la respuesta. ¡Pero alguien fue a buscarlo, y el animal resultó ser un semental negro! Muy disgustado el Duque mandó llamar a Po Lo. -Ese amigo tuyo -dijo- a quien le encargué que me buscara un caballo se ha hecho un buen lío. ¡Ni siquiera
sabe distinguir el color o el sexo de un animal! ¿Qué diablos puede saber de caballos?- Po Lo lanzó un profundo suspiro de satisfacción. - ¿ Ha llegado realmente tan
lejos? -exclamó-. Ah, entonces vale diez mil veces más que yo. No hay comparación
entre nosotros. Lo que Kao tiene en cuenta es el mecanismo espiritual. Se asegura de lo
esencial y olvida los detalles triviales; atento a las cualidades interiores, pierde de vista
las exteriores. Ve lo que quiere ver y no lo que no quiere ver. Mira las cosas que debe
mirar y descuida las que no es necesario mirar. Kao es un juez tan perspicaz en materia
de caballos, que puede juzgar de algo más que de caballos.<br />
Cuando el caballo llegó, resultó ser un animal superior."<br />
<br />
He reproducido el cuento no porque invariablemente me aparte de mi camino, sino por
una razón totalmente distinta. Como conozco los hechos, creo que debo mencionar que
Seymour, ahora, en 1955, hace ya mucho tiempo que ha muerto. Se suicidó en 1948,
mientras pasaba unas vacaciones en Florida con su mujer….Pero lo que en realidad
quiero decir es esto: Desde que mi hermano se retiró definitivamente de la escena, no
he conocido a nadie a quien pueda encomendarle que salga a buscar un caballo en su
lugar.</div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-74950842632904850182015-06-06T00:26:00.002+01:002015-06-06T00:26:26.595+01:00Mi querida Anaïs:¿Qué son las despedidas si no saludos disfrazados de tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo incasable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los recuerdos de los celos y de tus amantes y de June y de mis amantes.<br />
Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.<br />
Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós.<br />
<br />
HenryAriel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-67322239185659375562015-01-05T07:07:00.000+00:002018-07-17T19:13:08.572+01:00Los pocosCuando alguien cuenta una historia... ¿todos escuchan? ¿todos están atentos? Claro que no. Pero en el caso de que escuchasen, ¿no estarían escuchando solamente la parte que quieren escuchar? ¿la interpretación que les cabe? Cuando alguien cuenta una historia... ¿quién está dispuesto a creela? Pocos. La mayoría ni siquiera se preocupa por eso. Pero los pocos no son fáciles. No son ni siquiera quienes creen serlo. Es sencillo: los pocos y verdaderos fieles de la historia tienen sus preguntas. Quieren saber por qué. Hacen apuestas, buscan salidas, abandonan refugios. Despiertan a mitad de la noche y se levantan exaltados, sin hacer caso a quien duerme a su lado pacíficamente. Son insaciables e ilógicos. ¿Qué es lo que quieren saber? ¿Por qué motivo la hija tomó la posta de su padre, continuando su querella, en vez de rebelarsele? ¿Fue por su propio resentimiento de escritora frustrada? ¿O quizá por un fracaso -altivo- que había inflamado su necesidad de sentirse justa? Una victoria vacía la había llenado. ¿Fue por el sueño de ropajes antiguos? ¿Sucedió en las ruinas pobladas por los niños de la guerra? ¿Qué se hizo con los desertores? ¿Fueron muertos? ¿Dónde? La caravana corta el desierto. El patio interno respira. ¿Siguen prisioneros dentro de un diamante grande como el Ritz, enseñando italiano a las hijas del Socio Fundador? ¿Continuan trabajando para la música del azar, pagando la deuda exagerada de una partida de póker? ¿Estuvieron encerrados en una habitación oscura como la infancia, hasta perder el don del idioma? ¿Hasta que el ojo desconociera la forma tangible de las cosas? Los verdaderos fieles a la historia tienen sus preguntas. Cierto es que su método es inusual, pero no los censuro. Últimamente sólo ellos, unos pocos, quieren saber por qué. Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-38652574108038771442014-11-07T20:34:00.002+00:002014-11-07T20:34:52.898+00:00UN CUENTO PERFECTO<br />Hace un tiempo, en un almuerzo con Nicanor Parra, éste recordó los cuentos de Saki, en especial uno, "La ventana abierta", que pertenece al libro Bestias y superbestias. El gran Saki se llamaba en realidad Hector Hugh Munro y había nacido en Birmania, entonces colonia británica, en 1870. Sus cuentos, generalmente, están inscritos en el género, tan cultivado por los ingleses, del horror y de lo sobrenatural, con grandes dosis de humor negro. Al estallido de la Primera Guerra Mundial Saki se alistó como voluntario en el ejército, un trance que ciertamente hubiera podido evitar en razón de su edad (tenía más de cuarenta años), y murió combatiendo en Beaumont-Hamel en 1916. <br /><br />Durante aquella larguísima sobremesa, que duró hasta que empezó a anochecer, pensé en un escritor de la misma generación de Munro aunque estilísticamente muy distinto: el gran Max Beerbohm, que nació en Londres en 1872 y que murió en Rapallo, Italia, en 1956, y que además de cuentos escribió novelas, crónicas, artículos periodísticos, ensayos, sin dejar por ello de cultivar una de sus primeras pasiones: el dibujo y la caricatura. Max Beerbohm es, posiblemente, el paradigma del escritor menor y del hombre feliz. Es decir: Max Beerbohm fue un hombre educado y bueno. <br /><br />Cuando por fin dejamos a Nicanor Parra y El Kaleúche y nos marchamos a Santiago me puse a pensar en el que a mi juicio es el mejor de los cuentos de Beerbohm, "Enoch Soames", que recogen Silvina Ocampo, Borges y Bioy en la magnífica y a menudo evanescente Antología de la literatura fantástica. Meses después volví a leerlo. El cuento trata sobre un poeta mediocre y pedante que conoce en su juventud. El poeta, que sólo ha escrito dos libros, a cuál más malo, se hace amigo del novato Beerbohm, que a su vez se convierte en involuntario testigo de sus desgracias. El cuento se transforma de esa manera no sólo en un documento sobre la vida de tantos pobres diablos que en un momento de locura escogen la literatura, sino también en un documento sobre el Londres de finales del siglo XIX. Por supuesto, hasta ese momento, es un cuento cómico, que oscila entre el naturalismo y la crónica periodística (Beerbohm aparece con su nombre real, también Aubrey Beardsley), entre la sátira y pinceladas costumbristas. Pero de pronto todo, absolutamente todo, cambia. Llega el instante fatal en que Enoch Soames, abismado, entrevé su mediocridad. El decaimiento, la desgana se apoderan de él. Una tarde Beerbohm se lo encuentra en un restaurante. Hablan, el joven narrador trata de levantar la moral al poeta. Le hace notar que su situación económica no es mala, que puede vivir de rentas durante el resto de su vida, que tal vez sólo necesite unas vacaciones. El mal poeta confiesa que de lo único que tiene ganas es de suicidarse y que lo daría todo por saber si su nombre perdurará. Entonces un vecino de mesa, un señor más bien con pinta de cafiche o macarra, les pide permiso para sentarse junto a ellos. Se presenta como el Diablo y asegura que si Soames le vende su alma él lo hará viajar en el tiempo, digamos cien años, hasta 1997, hasta la sala de lecturas del Museo Británico donde Soames suele trabajar, para que constate él mismo, in situ, si su nombre se ha impuesto sobre el tiempo. Soames, pese a los ruegos de Beerbohm, acepta. Antes de partir se compromete a verse otra vez con Beerbohm en el restaurante. Las horas siguientes están narradas como un sueño, como una pesadilla, como si Borges hubiera escrito el relato. Cuando por fin se produce el reencuentro Soames exhibe la palidez de un muerto. En efecto, ha viajado en el tiempo. No ha encontrado su nombre en ninguna enciclopedia, en ningún índice de literatura inglesa. Pero sí ha encontrado el cuento de Beerbohm llamado "Enoch Soames", en donde, entre otras cosas, se le ridiculiza. Luego llega el Diablo y se lo lleva al infierno pese a los intentos que hace Beerbohm en sentido contrario. <br /><br />En las líneas finales hay aún una última sorpresa, relacionada con la gente que Soames dice haber visto en el futuro. Y hay aún otra sorpresa, ésta mucho más ligera, relativa a las paradojas. Pero estas dos sorpresas finales se las dejo al lector que compre la Antología de la literatura fantástica o que busque desesperadamente este libro en las bibliotecas. Personalmente, si tuviera que elegir los quince mejores cuentos que he leído en toda mi vida, "Enoch Soames" estaría entre ellos, y no en último lugar. Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-58339764203487818322014-05-02T00:42:00.001+01:002014-05-02T00:42:19.245+01:00FALSIFICACIONES<div style="text-align: justify;">
¿EL PRIMER CUENTO DE KAFKA? </div>
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Entre 1895 y 1901 medió la existencia de la revista literaria Der Wanderer (El viajero), que en idioma alemán se editó en Praga bajo la dirección de Otto Gauss y Andrea Brezina. El número correspondiente a diciembre de 1896 incluye (pág. 7) un cuento titulado El juez, cuyo autor oculta o deja entrever su nombre detrás de la inicial K. Por la atmósfera del cuento y por esa letra (que será más tarde el nombre de los protagonistas de El proceso y de El castillo) se me ha ocurrido la idea de que se trata del primer cuento de un Kafka de quince años.</div>
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EL JUEZ</div>
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Cuando fui citado a comparecer -como decía la cédula de notificación- en calidad de testigo, entré por primera vez en el Palacio de Justicia. Cuántas puertas, cuántos corredores! Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación. Me dijeron: a los fondos, siempre a los fondos. Los pasillos eran fríos y oscuros. Hombres con portafolios bajo el brazo corrían de un lugar para otro y hablaban un leguaje cifrado en el que a cada rato aparecían las palabras como in situ, a quo, ut retro. Todas las puertas eran iguales y, junto a cada puerta, había chapas de bronce cuyas inscripciones, gastadas por el tiempo, ya no podían leerse. Intenté detener a los hombres de los portafolios y pedirles que me orientaran, pero ellos me miraban coléricos, me contestaban: in situ, a quo, ut retro. Fatigado de vagabundear por aquel laberinto, abrí una puerta y entré. Me atendió un joven con chaqueta de lustrina, muy orgulloso. Soy el testigo, le dije. Me contestó: Tendrá que esperar su turno. Esperé, prudentemente, cinco o seis días. Después me aburrí y, tanto como para distraerme, comencé a ayudar al joven de chaqueta de lustrina. Al poco tiempo ya sabía distinguir los expedientes, que en un principio me habían parecido idénticos unos a otros. Los hombres de los portafolios me conocían, me saludaban cortésmente, algunos me dejaban sobrecitos con dinero. Fui progresando. Al cabo de un año pasé a desempeñarme en la trastienda de aquella habitación. Allí me senté en un escritorio y empecé a garabatear sentencias. Un día el juez me llamó. -Joven- me dijo-. Estoy tan satisfecho con usted, que he decidido nombrarlo mi secretario. Balbuceé palabras de agradecimiento, pero se me antojó que no me escuchaba. Era un hombre gordísimo, miope y tan pálido que la cara sólo se le veía en la oscuridad. Tomó la costumbre de hacerme confidencias. -Qué será de mi bella esposa? -suspiraba-. Vivirá aún? Y mis hijos? El mayor andará ya por los veinte años. Algún tiempo después este hombre melancólico murió, creo (o, simplemente, desapareció), y yo lo reemplacé. Desde entonces soy el juez. He adquirido prestigio y cultura. Todo el mundo me llama Usía. El joven de saco de lustrina, cada vez que entra a mi despacho, me hace una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día, pero se le parece extraordinariamente. He engordado: la vida sedentaria. Veo poco: la luz artificial, día y noche, fatiga la vista. Pero unos disfruta de otras ventajas: que haga frío o calor, se usa siempre la misma ropa. Así se ahorra. Además, los sobres que me hacen llegar los hombres de los portafolios son más abultados que antes. Un ordenanza me trae la comida, la misma que le traía a mi antecesor: carne, verduras y una manzana. Duermo sobre un sofá. El cuarto de baño es un poco estrecho. A veces añoro mi casa, mi familia. En ciertas oportunidades (por ejemplo en Navidad) no resulta agradable permanecer dentro del Palacio. Pero, que he de hacerle? Soy el juez. Ayer, mi secretario (un joven muy meritorio) me hizo firmar una sentencia (las sentencias las redacta él) donde condeno a un testigo renitente. La condena, in absentia, incluye una multa e inhabilitación para servir de testigo de cargo o de descargo. El nombre me parece vagamente conocido. No será el mío? Pero ahora yo soy el juez y firmo las sentencias.</div>
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K.</div>
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Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-38187805973389767932013-10-10T07:43:00.001+01:002013-10-10T07:45:46.529+01:00Alta Marea: DEFENSA DEL PREJUICIO. UNO: ENRIQUECE LA REALIDADEl vínculo que tengo con el escritor B es un prejuicio negativo: lo considero un hipócrita en quien no coinciden las declaraciones y los actos, estoy seguro de que falsifica los hechos cuando escribe ensayos y notas periodísticas, y detesto su estilo cuando escribe ficciones. Por suerte no escribe poemas. No lo leo <i>nunca</i>. A la escritora C, que es norteamericana e indígena, me une un prejuicio positivo: la encuentro linda, leo todo lo que encuentro de ella, le agrego un halo positivo a cada dato de su persona y a cada una de sus palabras, me parece <i>digna </i>(todo lo contrario del escritor B). Me comentan de pronto que el escritor B ha opinado favorablemente de la obra de la escritora C. Desprovisto del prejuicio se trataría sólo de un dato, una noticia. Gracias al prejuicio todo adquiere un espesor narrativo disfrutable, lleno de pasiones: indudablemente el escritor B, ambicioso currador de becas y viajes, lo ha declarado para poder, cuando encuentre a la escritora C, levantarla sin tapujos, haciéndola profundamente infeliz, por los siglos de los siglos. Saboreamos incluso una veta de tragedia, de destino inevitable que nos impide viajar a advertirla (no tenemos dinero, desconocemos exactamente dónde vive, elementos que el escritor B conseguirá sin dudas con sólo chasquear los dedos): "pobre C", pensamos, "está allí, sola, escribiendo sus textos maravillosos en medio de la noche, sin sospechar que cada segundo que marca el reloj acerca el momento en que B caerá sobre lla, inmisericorde."Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-84322369765696339522013-01-18T06:35:00.001+00:002013-01-18T07:13:40.796+00:00EL CENTAURO<div style="text-align: justify;">
[...] La calefacción, deshelada por el descenso de la pendiente, se puso a funcionar; un aire marrón calentado por tubos oxidados llegó a mis tobillos. Cada mañana, este acontecimiento era como un rescate. Ahora que este margen de comodidad estaba garantizado, puse la radio. Su pequeño cuadrante en forma de termómetro brillaba con una macilenta luz anaranjada. Cuando las válvulas se calentaron, surgieron crujientes y melladas voces nocturnas que cantaban en la brillante mañana azul. Sentí comezón en el cuero cabelludo; la piel se me puso tensa. Las voces, oscuras y rústicas, parecían abrirse paso a través de la melodía por encima de obstaculos que las hacían resbalar, saltar y tartamudear; y este recortado terreno parecía ser mi tierra. Lo que expresaban las canciones eran los Estados Unidos de América: montañas cubiertas de pinares, oceanos de algodón, tostadas inmensidades del Oeste embrujadas por voces incorpóreas y quebradas por el aire cerrado del Buick. Un anuncio dicho con untuosa ironía hablaba consoladoramente de las ciudades, a las que yo esperaba que mi vida me condujera, y después sonó una canción como un ferrocarril a vapor, una canción de rítmo muy marcado, irresistible, que arrastraba al cantante como un vagabundo hasta sus momentos culminantes, y me pareció que mi padre y yo eramos irresistibles en nuestro subir y bajar por las irregularidades de nuestra sufrida tierra, gozando del calor en medio de tanto frío. En aquellos tiempos la radio me aproximaba a mi futuro, un futuro en el que yo era poderoso: tenía los armarios llenos de ropa bonita, y mi piel era suave como la leche, y pintaba, rodeado de riqueza y fama, cuadros celestiales y fríos como los de Vermeer. Sabía que el propio Vermeer había vivido oscura y pobremente. Pero sabía que había vivido en tiempos atrasados. Y sabía por las revistas que leía que los tiempos que yo vivía no eran atrasados. Cierto, en todo el condado de Alton, sólo mi madre y yo parecíamos habernos enterado de la existencia de Vermeer, pero en las grandes ciudades tenía que haber por fuerza miles de personas que lo conocieran, miles de personas que además eran ricas. A mi alrededor había jarrones y muebles barnizados. Sobre un almidonado mantel había una hogaza de pan tierno adornado con puntillistas toques de luz. Al otro lado de mi balcón brillaba el millón de ventanas de una ciudad permanentemente iluminada por el sol que se llamaba Nueva York. Mis paredes blancas aceptaban una suave brisa aromatizada con especias. En el umbral había una mujer cuya imagen reflejaba como una sombra el pulido embaldosado. La mujer me miraba; su labio inferior era ligeramente grueso y negligente, como el labio inferior de la chica del turbante azul de La Haya. Entre las imagenes que las canciones de la radio pincelaban rápidamente para mí, el único espacio en blanco era el de la tela que yo estaba cubriendo de manera bellísima, elegante y preciosa. No era capaz de visualizar mi obra; pero era, pese a carecer de rasgos, tan radiante que se convertía en el centro de todo mientras arrastraba a mi padre en la cola de un cometa a través del espacio expectante de nuestra nación llena de canciones. [...]</div>
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Transcripción y correcciones: Ariel Guallar</div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-75294255581172553152013-01-04T17:47:00.000+00:002013-01-18T07:02:56.799+00:00La pista de hielo<strong>REMO MORÁN:</strong><br />
<em>Lo vi por primera vez en la calle Bucareli</em><br />
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Lo vi por primera vez en la calle Bucareli, en México, es decir en la adolescencia, en la zona borrosa y vacilante que pertenecía a los poetas de hierro, una noche cargada de niebla que obligaba a los coches a circular con lentitud y que disponía a los andantes a comentar, con regocijada extrañeza, el fenomeno brumoso, tan inusual en aquellas noches mexicanas, al menos hasta donde recuerdo. Antes de que me lo presentaran, en las puertas del café La Habanna, oí su voz, profunda, como de tercipelo, lo único que no ha cambiado con el paso de los años. Dijo: es una noche a la medida de Jack. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos eramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas, y nos reíamos. El desconocido se llamaba Gaspar Heredia, Gasparín para los amigos y enemigos gratuitos. Todavía recuerdo la niebla debajo de las puertas giratorias y los albures que iban y venían. Apenas se vislumbraban los rostros y las luces, y la gente envuelta en aquella estola parecía enérgica e ignorante, fragmentada e inocente, tal como realmente éramos. Ahora estamos a miles de kilómetros del café La Habanna y la niebla, hecha a la medida de Jack el Destripador, es más espesa que entonces. ¡De la calle Bucareli en México, al asesinato!, pensarán... El propósito de este relato es intentar persuadirlos de lo contrario...<br />
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<em>(Transcripción letra a letra de B. x Hen.)</em></div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-12124355351211863222012-11-17T19:57:00.001+00:002013-01-18T07:03:11.982+00:00Reflejos en un ojo doradoIncluso ahora le costaba creerlo. Pero, ¿qué impresión le había hecho entonces? Sí, aquello había sido como cuando se sale de maniobras y se pasa uno la noche tiritando en una tienda que deja entrar la lluvia; y luego se levanta uno al amanecer y ha dejado de llover y el sol está brillante otra vez. Y uno mira a los soldados alegres y jóvenes que están haciendo café en las hogueras, y las chispas saltan y suben hacia el cielo claro. Una sensación maravillosa..., ¡la mejor del mundo!Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-64246873240381611042012-03-19T21:48:00.001+00:002012-03-19T21:48:06.712+00:00opio en las nubes<i><span style="line-height: 150%;"><span style="font-family: arial;"><span style="font-size: 100%;">Cada cosa en el mundo tiene su lógica. Las calles tienen su lógica propia. Los tomates y los gatos también. Mi lógica es un poco gris, un poco nocturna. Es una lógica con techos, lluvia, una lata vacía de cerveza trip trip trip, qué cosa tan seria y un poco de soledad y whisky. En el fondo toda lógica es solitaria y sobre todo la de los gatos.</span></span></span></i>Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-92117058759839306742012-01-25T16:32:00.001+00:002018-07-17T19:13:33.067+01:00Revista CUNA / RESISTENCIA, Chaco<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizEbACyCjaXj0a5VTW3uaAfeDf5v7dPsVRHPL4OXxU5aPp_bZC-KwYdVCE1HkfzZxDyuCrDSF8N3aUEtUPqAqwT5xQEwIcp_u2ONv4VpdEW7cdbfwn_VENVfyfSMbotlv165ha8lFgdkU/s1600/image001.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="306" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizEbACyCjaXj0a5VTW3uaAfeDf5v7dPsVRHPL4OXxU5aPp_bZC-KwYdVCE1HkfzZxDyuCrDSF8N3aUEtUPqAqwT5xQEwIcp_u2ONv4VpdEW7cdbfwn_VENVfyfSMbotlv165ha8lFgdkU/s400/image001.jpg" width="400" /></a></div>
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haz clic en las imágenes para ampliar y leer, lector voraz</div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-50195959082119374792011-09-15T21:48:00.000+01:002011-09-15T21:48:20.633+01:00SuckerSiempre fue como si yo tuviera una pieza para mí. Sucker dormía en mi cama, conmigo, pero eso no molestaba para nada. El cuarto era mío y yo lo usaba como quería. Me acuerdo que una vez serruché una puerta secreta en el piso. El año pasado, cuando cursaba el penúltimo año de la escuela secundaria, pinché en mi pared una fotos de chicas de las revistas y una de ellas sólo tenía puesta la ropa interior. Mi madre nunca me molestó porque tenía que ocuparse de los más chicos. Y Sucker pensaba que cualquier cosa que yo hiciera era bárbara.<br />
<br />
Cada vez que yo traía amigos a mi cuarto me bastaba con echarle una mirada para que él abandonara lo que estaba haciendo y quizás medio me sonriera y salía sin decir una palabra. Nunca trajo otros pibes aquí. Tiene doce años, cuatro menos que yo, y siempre supo, sin necesidad de que yo se lo dijera, que no me gusta que los chicos de esa edad se metan con mis cosas.<br />
<br />
La mitad del tiempo solía olvidarme que Sucker no es mi hermano. Es mi primo hermano, pero desde que tengo memoria ha estado con nuestra familia. Sus padres, saben, murieron en un naufragio cuando era un bebé. Para mí y para mis hermanas menores era como un hermano.<br />
<br />
Sucker recordaba y creía siempre cada palabra que yo decía. Fue así como recibió su sobrenombre. Una vez, hará un par de años, le dije que si saltaba de arriba del garaje con un paraguas, éste actuaría como un paracaídas y que no caería fuerte. Lo hizo y se reventó la rodilla. No es más que un ejemplo. Y lo divertido era que, a pesar de todas las veces que lo engañaba, me seguía creyendo. No es que fuera tonto en otros sentidos, sino que era su manera de actuar frente a mí. Miraba todo lo que yo hacía y serenamente lo repetía.<br />
<br />
Hay algo que he aprendido, pero me hace sentir culpable y es duro darse cuenta. Si una persona lo admira mucho a uno, uno la desprecia y no le importa, pero la persona que no se fija en uno es la que uno puede admirar. Esto no es fácil de entender. Marybelle Watts, esta compañera del último año se portaba como si fuera la Reina de Saba y hasta llegó a humillarme. Sin embargo, en ese mismo momento, yo hubiera hecho cualquier cosa en el mundo para llamarle la atención. No podía pensar en otra cosa, noche y día, que no fuera en Marybelle hasta que me volví casi loco. Cuando Sucker era pibe y después hasta la época en que tuvo doce años creo que lo trataba tan mal como Marybelle a mí.<br />
<br />
Ahora que Sucker ha cambiado tanto es difícil recordarlo como era antes. Nunca imaginé que de pronto ocurriría algo que nos hiciera tan diferentes a los dos. Nunca supe que para comprender lo que ocurrió directamente en mi cabeza desearía volver a pensar en él tal como era y comparar y tratar de arreglar las cosas. Si hubiera podido ver el futuro yo habría actuado de otra manera.<br />
<br />
Nunca le presté mucha atención o pensé en él y cuando se considera cuánto tiempo tuvimos un cuarto juntos es gracioso las pocas cosas que recuerdo. Solía hablar muchísimo consigo mismo cuando creía que estaba solo, que luchaba con gangsters y que estaba en una estancia en el campo y ese tipo de cosas de chicos. Se metía en el cuarto de baño y se quedaba como una hora y a veces su voz se hacía alta y excitada y se lo oía por toda la casa. Sin embargo, en general, era muy tranquilo. No tenía muchos amigos entre los chicos del barrio y tenía la mirada de un chico que observa el juego de los otros y está esperando que lo inviten a jugar. No le importaba usar las tricotas y los sacos que me quedaban chicas, aún cuando las mangas le quedaban grandes y le hacían aparentar unas muñecas tan blancas y finas como las de una nena. Así lo recuerdo, poniéndose más grande cada año, pero siempre el mismo. Así era Sucker hasta hace unos meses, cuando empezó todo este lío.<br />
<br />
Marybelle estuvo un poco mezclada en lo que ocurrió, así que creo que debo empezar por ella. Hasta que la conocí yo no le había dedicado mucho tiempo a las chicas. El otoño pasado se sentó cerca de mí en la clase de Ciencias Generales y allí fue cuando empecé a fijarme en ella. Tiene el pelo del amarillo más brillante que he visto nunca y a veces lo usa peinado en rulos con una especie de cosa pegajosa. Tiene las uñas en punta y cuidadas y pintadas de un rojo brillante. Durante toda la clase solía observar a Marybelle, casi todo el tiempo, excepto cuando pensaba que iba a mirar para mi lado o cuando el profesor me llamaba. Una cosa que no podía era apartar mis ojos de sus manos. Son muy pequeñas y blancas, con excepción de esa cosa roja, y cuando daba vuelta las hojas de su libro, siempre se chupaba el pulgar y adelantaba el meñique y daba vuelta la hoja muy lentamente. Es imposible describir a Marybelle. Todos los chicos están locos por ella, pero ni se fija en mí. En los recreos yo solía pasar muy cerca de ella en el hall, pero casi nunca me sonreía. No me quedaba más que sentarme a mirarla en clase, y a veces era como si todo el salón pudiera oír latir mi corazón y me daban ganas de ponerme a aullar o escaparme y salir corriendo al infierno.<br />
<br />
A la noche, en la cama, me imaginaba a Marybelle. A menudo esto me impedía dormirme hasta la una o las dos. A veces Sucker se despertaba y me preguntaba por qué no podía dormir y yo le decía que se callara la boca. Supongo que montones de veces fui malo con él. Supongo que yo quería ignorarlo como Marybelle hacia conmigo. Por la cara de Sucker siempre se podía saber cuando sus sentimientos estaban heridos. Y no recuerdo la cantidad de cosas feas que le dije, porque cuando las decía estaba pensando en Marybelle.<br />
<br />
Eso duró casi tres meses y luego, de algún modo, ella empezó a cambiar. Todas las mañanas me hablaba en los pasillos y me copiaba los deberes. Una vez, a la hora del almuerzo, bailé con ella en el gimnasio. Una tarde junté coraje y me llegué hasta su casa con un cartón de cigarrillos. Sabía que fumaba en el sótano de las chicas y a veces fuera de la escuela y no quería llevarle caramelos porque creo que está muy visto. Estuvo muy amable y me pareció que todo iba a cambiar.<br />
<br />
Fue esa misma noche cuando, en realidad, comenzó todo este lío. Llegué tarde a mi cuarto y Sucker ya estaba dormido. Me sentía muy feliz y estaba demasiado excitado para ponerme en una posición cómoda y me quedé despierto largo rato pensando en Marybelle. Después soñé con ella y parecía que la besaba. Me sorprendió despertarme y ver que estaba oscuro. Me quedé quieto y pasó un rato antes de que pudiera darme cuenta de dónde estaba. La casa estaba silenciosa y la noche muy oscura.<br />
<br />
La voz de Sucker me sobresaltó:<br />
<br />
—¿Pete?<br />
<br />
No contesté ni me moví.<br />
<br />
—Me querés como si yo fuera tu hermano, no es cierto.<br />
<br />
No podía sobreponerme a la sorpresa y era como si el verdadero sueño fuera este y no el otro.<br />
<br />
—Siempre me has querido como si fuera tu verdadero hermano, o ¿no?<br />
<br />
—Por supuesto —dije.<br />
<br />
Después me levanté unos minutos. Hacía frío y me alegré de volver a la cama. Sucker se pegó a mi espalda. Era chiquito y tibio y podía sentir su cálida respiración en mi hombro.<br />
<br />
—A pesar de todo lo que nacías, siempre supe que me querías.<br />
<br />
Yo estaba bien despierto y mis pensamientos parecían extrañamente mezclados. Estaba mi felicidad por lo de Marybelle y todo eso…, pero al mismo tiempo algo en Sucker y en la voz con que decía estas cosas me preocupaba. De todos modos, supongo que uno entiende mejor a la gente cuando es feliz que cuando algo lo preocupa. Era como si en realidad hasta ese momento nunca hubiera pensado en Sucker. Sentí que había sido siempre desconsiderado con él. Una noche, unas pocas semanas atrás, lo escuché llorar en le oscuridad. Me dijo que le había perdido el revólver de juguete a un chico y que tenía miedo de que alguien se enterara. Quería que le dijera qué podía hacer. Yo tenía sueño y traté de hacerlo callar y cuando no quiso callarse le di una patada. Esa era una de las cosas que recuerdo. Me pareció que siempre había sido un chico solitario. Me sentí mal.<br />
<br />
Las noches frías y oscuras tienen algo que hace que uno se sienta cerca de la persona con la que está durmiendo. Cuando se conversa con esa persona es como si no hubiera nadie más despierto en la ciudad.<br />
<br />
—Sos un pibe fenómeno, Sucker —le dije.<br />
<br />
Me parecía de repente que lo quería más que a cualquier otra persona conocida, más que a cualquier otro muchacho, más que a mis hermanos, más, en cierto sentido, que a Marybelle. Me sentía toco bueno, como cuando tocan música triste en las películas. Quería demostrarle cuánto lo apreciaba realmente y hacer que me perdonara por cómo lo había tratado siempre.<br />
<br />
Charlamos un buen rato esa noche. Hablaba rápido, como si durante mucho tiempo hubiera estado guardando esas cosas para decírmelas. Mencionó que iba a tratar de construir una canoa y que los chicos de la esquina no lo querían dejar entrar en su equipo de fútbol, y no sé qué otras cosas más. Yo también hablé algo y me hacía sentir muy bien pensar que él se tomaba tan en serio todo lo que yo decía. Hasta hablé un poco de Marybelle, sólo que lo planteé como si fuera ella la que me había estado persiguiendo todo este tiempo. Sucker hizo preguntas sobre el secundario y esas cosas. Estaba excitado y siguió hablando rápido, como si no pudiera decir las palabras a tiempo. Cuando me dormí seguía hablando y yo podía aún sentir su respiración sobre mí hombro, cálida y cercana.<br />
<br />
Durante las dos semanas siguientes vi muchísimo a Marybelle. Se portaba como si en realidad yo le importara un poco. La mitad del tiempo me sentía tan bien que no sabía qué hacer conmigo mismo.<br />
<br />
Pero no me olvidé de Sucker. Había un montón de cosas viejas guardadas en el cajón de mi escritorio: guantes de box, libros de Tom Swift y un aparejo de pesca de segunda mano. Todo esto se lo di. Tuvimos otras charlas y era, en realidad, como si recién lo estuviera conociendo. Cuando apareció un tajo a lo largo de su mejilla me di cuenta de que había estado paveando con ese equipo de afeitarse nuevo que era mío, pero no le dije nada. Su cara estaba diferente ahora. Solía parecer tímido y como si temiera un golpe en la cabeza. Esa expresión había desaparecido. Su cara, con esos ojos tan abiertas, y las orejas salidas y la boca que nunca estaba cerrada del todo le daban el aspecto de una persona que está sorprendida y esperando algo maravilloso.<br />
<br />
Una vez estuve a punto de mostrárselo a Marybelle y contarle que era mi hermano menor. Era una tarde que daban una policial en el cine. Me había ganado un dólar trabajando para papá v le di un cuarto de dólar a Sucker para que se fuera a comprar caramelos v esas cosas. Con el resto invité a Marybelle. Estábamos sentados atrás y lo vi entrar. Apenas le cortaron la entrada y entró en el pasillo empezó a mirar fijamente la pantalla, sin darse cuenta por donde caminaba. Empecé a pellizcar a Marybelle, pero no me resolví del todo a hacerlo. Sucker parecía un poco bobo, caminando así como un borracho, con los ojos pegados a la película.<br />
<br />
Se limpiaba los anteojos con el borde da la camisa v era como si los pantalones cortos le flotaran. Siguió caminando hasta que llegó a las primeras filas, allí donde casi siempre van los pibes. Nunca había pellizcado a Marybelle. Pero me puse a pensar que había estado bárbaro llevando a los dos al cine con mi plata.<br />
<br />
Me parece que las cosas siguieron más o menos así durante un mes o un mes y medio. Estaba tan contento que no había modo de que me concentrara en nada ni de que pudiera usar mi cabeza para estudiar. Quería ser bueno con todos. De golpe necesitaba hablar con alguien y por lo general el tipo era Sucker. El estaba tan contento como yo.<br />
<br />
—Pete, soy tan feliz de saber que sos mi hermano —me dijo una vez—. Más que con cualquier otra cosa en el mundo.<br />
<br />
Después pasó algo entre Marybelle y yo. Nunca pude imaginarme qué fue. Las chicas como ella son difíciles de entender. Empezó a ser distinta conmigo. Al principio no lo quería creer y pensaba que eran imaginaciones mías. Era como si ya no la pusiera contenta verme. Casi siempre salía a pasear con el tipo del equipo de fútbol, ese que tiene un coche amarillo. El pelo de ella tenía el mismo color del auto y cuando salía del colegio se volvía con el tipo, riendo y mirándole la cara. Yo no sabía qué hacer y la tenía metida en la cabeza día y. noche. La vez que pude salir con ella estuvo insoportable y me ignoraba completamente. Ahí me di cuenta que algo raro pasaba. . . me daba miedo que mis zapatos hicieran ruido, que se notara cómo me temblaban las piernas o que ella descubriera que me temblaba la voz. No bien Marybelle estaba cerca el cuerpo me ardía, si me ponía la cara rígida y empezaba a llamar a la gente por el apellido y a decir malas palabras. De noche me pasaba las horas tratando de entender por qué hacía esas cosas y al final me caía de sueño, muerto de cansancio.<br />
<br />
Cuando todo empezó tenía tanto miedo que me olvidé de Sucker. Después me empezó a molestar. Andaba siempre dando vueltas, esperando que yo volviera del colegio, como si tuviera algo que decirme o quisiera que yo te contara algo. En la clase de trabajos manuales me hizo un cajón para guardar revistas y durante toda una semana no almorzó para poder juntar plata y comprarme tres paquetes de cigarrillos. No le entraba en la cabeza que yo estaba preocupado y que no podía andar perdiendo tiempo con él. Todas las tardes pasaba lo mismo… me esperaba en mi pieza, con esa cara de sufrimiento. Yo no le decía nada o te contestaba mal y al final se iba.<br />
<br />
No me acuerdo bien, no puedo decir esto pasó tal día, esto pasó tal otro. Estaba tan confundido que las semanas se me iban sin que yo me diera cuenta. Era como estar en el infierno y no me importaba nada. No había pasado nada definitivo. Marybelle sequía saliendo con el tipo del coche amarillo y algunas veces me sonreía, otras no. Me pasaba las tardes yendo de un lugar a otro, a ver si la encontraba. Cuando ella era amable conmigo yo empezaba a pensar que todo se iba arreglar…, pero a veces se portaba de un modo que, de no haber sido una mujer, la habría ahorcado, me daban ganas de apretar ese cuello tan fino hasta ahogarla. Cuanto más vergüenza me daba hacer el estúpido más andaba corriendo atrás de ella.<br />
<br />
Sucker estaba cada vez más nervioso. Me miraba como si me acusara, pero a la vez se daba cuenta de que eso no podía durar. Crecía rápido y vaya uno a saber por qué empezó a ponerse tartamudo. De noche, a veces, le agarraban pesadillas o si no a la mañana se volcaba encima el desayuno. Mamá le compró una botella de aceite de hígado de bacalao.<br />
<br />
Después Marybelle y yo terminamos. Una vez iba a la farmacia y la encontré y la invité a salir. Cuando ella me dijo que no, le hice un chiste. Me contestó que la enfermaba que la estuviese siguiendo todo el día y que yo nunca le había importado nada. Me dijo eso. Me quedé parado ahí y no le contesté nada. Me volví a casa caminando despacito.<br />
<br />
Me quedé qué sé yo cuántas tardes solo en mi pieza. No quería ir a ninguna parte, no tenía ganas de hablar con nadie. Sucker entraba y me miraba con cara de gracioso y yo le gritaba que se fuera. Trataba de no pensar en Marybelle y me quedaba sentado frente a mi escritorio leyendo Mecánica popular o armando cosas con madera. Me parecía que me la estaba olvidando muy bien a esa chica.<br />
<br />
Lo que no se puede aguantar es el dolor que se nos viene encima a la noche. Eso fue lo que agravó todo.<br />
<br />
Bastante tiempo después de mi encuentro con Marybelle soñé de nuevo con ella una noche. Era como antes y yo le empecé a apretar fuerte el brazo a Sucker y él se despertó. Entonces me buscó la mano.<br />
<br />
—¿Qué te pasa, Pete?<br />
<br />
De repente estaba tan enojado que me ahogué… enojado conmigo, con Marybelle, con Sucker y con toda la gente que conocía. Me acordé de todas las veces que Marybelle me había humillado y de todas las porquerías que habían pasado. Durante un instante sentí que nadie me quería, salvo un estúpido como Sucker.<br />
<br />
—¿Por qué no somos tan amigos como antes?<br />
<br />
—Cállate la boca, imbécil —le dije.<br />
<br />
Tiré la ropa de la cama y cuando me levanté prendí la luz. El se sentó en el medio del colchón; abría y cerraba los ojos, muerto de medio.<br />
<br />
No sé qué pasó, no me pude controlar. Sólo una vez en la vida uno puede llegar a enojarse así. Empecé a hablar, atropellado, sin saber lo que decía. Recién mucho después pude recordar cada una de las cosas que dije y comprender todo claramente.<br />
<br />
¿Por qué no somos amigos? Porque sos el tipo más imbécil que conozco. ¿A quién le importás vos? Te tuve lástima, siempre te tuve lástima, por eso. ¿O te vas a creer que si no iba a hacer algo por un imbécil como vos?<br />
<br />
Si yo le hubiera gritado o le hubiera pegado no habría tenido ninguna importancia. Pero le hablé despacio, muy tranquilo. Abrió la boca, como uno a quien le dan un codazo. Estaba pálido y sudaba. Se secaba el sudor con la mano y se quedaba quieto, la mano levantada como si tratara de mantener algo alejado de su cuerpo.<br />
<br />
—¿Qué sabés vos? ¿Alguna vez saliste afuera? ¿Por qué no te buscás una novia en vez de estar todo el día dándome vueltas? ¿Qué sos? ¿Una princesa? ¿Eso te crees que sos?<br />
<br />
No tenía ni idea de lo que iba a pasar. No me podía controlar, no podía pensar.<br />
<br />
Sucker no se movía. Llevaba un pijama mío y su cuello flaco sobresalía. El pelo le caía húmedo sobre la frente.<br />
<br />
—¿Por qué me andás siguiendo todo el tiempo? ¿No te das cuenta cuando no quieren verte cerca?<br />
<br />
No me puedo acordar el momento en que su cara cambió. La palidez fue desapareciendo lentamente y cerró la boca. Arrugó los ojos y apretó los puños. Nunca había estado así. Era como si hubiera empezado a crecer. Tenía una mirada profunda, endurecida, una mirada rara en un chico de esa edad. Una gota de sudor le resbaló por la cara y no se dio cuenta. Estaba ahí, me miraba con esos ojos, sin hablar, la cabeza rígida, inmóvil.<br />
<br />
—¿No te das cuenta cuando no quieren verte cerca? Sos muy imbécil. Como tu nombre. Un imbécil. Un sucker.<br />
<br />
Era como si algo me molestara adentro. Apagué la luz y acomodé una silla cerca de la ventana. Me temblaban las piernas y estaba tan cansado que podía haberme vuelto loco. La pieza estaba fría y oscura. Me senté ahí un rato y fumé uno de los cigarrillos que me había guardado. Afuera el jardín estaba oscuro y silencioso. Después de un rato escuché que Sucker se acostaba.<br />
<br />
Se me había ido el enojo, estaba cansado. Me pareció horrible haberle dicho esas cosas a un chico que sólo tenía doce años. No podía dejar de pensar. Me decidí a ir y hablarle y pedirle disculpas. Pero seguí sentado ahí, muerto de frío, un buen rato. Me puse a planear cómo iba a hablarle a la mañana siguiente. Después me volví a la cama, tratando de que el elástico no hiciera ruido.<br />
<br />
Cuando me levanté al otro día Sucker se había ido. Y después, cuando traté de pedirle disculpas como había pensado, él me miró con esa mirada seria y no me animé.<br />
<br />
Todo eso pasó hace unos tres meses. Desde entonces Sucker creció más rápido que ningún otro chico que yo haya visto. Está casi tan alto como yo y su cuerpo es robusto y pesado. Ya no se pone mi ropa usada y se compró el primer par de pantalones largos… los sostiene con unos tiradores de cuero. Esos sólo son los cambios que se pueden ver y describir.<br />
<br />
Nuestra pieza ya no es mía. Se trajo un grupo de amigos y tienen un club. Cuando no se la pasan cavando trincheras en los baldíos se vienen a mi pieza. En nuestra puerta hay algunas estupideces escritas con pintura fosforescente del tipo de: Fuera los intrusos, firmadas con dos tibias cruzadas y sus nombres secretos. Instalaron una radio y se pasan la tarde aturdiendo con una música infernal. Una vez yo iba a entrar y escuché a uno de los pibes contar en voz baja lo que su hermano más grande estaba haciendo en el asiento de atrás de su auto. Lo que no alcancé a oír lo puedo adivinar. “Eso hacen ella y mi hermano. Es la verdad… con el auto estacionado.” Sucker lo miró un momento, sorprendido, y después su cara volvió a ser la de siempre. Estaba serio y distante. “¿Y de qué te asombrás, idiota?”, dijo. “Qué novedad. ¿Quién no sabe eso?” No se había dado cuenta de que yo estaba ahí. En seguida empezó a contar que durante años había planeado irse a Alaska y convertirse en un cazador.<br />
<br />
De todos modos, Sucker está solo la mayor parte del tiempo. Lo peor es cuando nos quedamos solos en la pieza. Se tira en la cama con esos pantalones de corderoy y los tiradores y me mira con esos ojos duros, medio irónico. Yo empiezo a revolver mi escritorio y no me puedo quedar quieto por culpa de esa mirada. Y lo grave es que tengo que ponerme a estudiar porque en este cuatrimestre tengo tres aplazos. Si me bochan en inglés ya no me puedo recibir el año que viene. No quiero ser un vago y quiero usar mi cabeza. No me interesa Marybelle ni ninguna otra chica en especial. El único problema que tengo es lo que pasa con Sucker. No hablamos nunca, a no ser que haya algún otro de la familia. Ya no la quiero llamar Sucker. A no ser que cuando me olvido lo llamo por su nombre verdadera, Richard. A la noche, cuando él está en mi pieza, no puedo estudiar y me voy a perder el tiempo y a fumar, cerca de la farmacia, con los muchachos que andan vagando por ahí.<br />
<br />
En realidad lo que yo quiero es ordenarme las ideas. Extraño la forma divertida en que nos tratábamos antes. Es triste. Nunca hubiera creído que íbamos a llegar a esto. Ahora todo es tan distinto, me parece imposible que pueda encontrar algo para que él y yo volvamos a ser amigos. A veces pienso que una buena pelea nos ayudaría. Pero no puedo pelear con él porque tiene cuatro años menos. Y hay otra cosa: algunas veces, esa mirada que hay en los ojos de Sucker me hace pensar que, si él pudiera, me mataría.Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-178379434510835252011-08-16T05:44:00.002+01:002018-07-17T19:23:45.256+01:00Una grande de muzza, por favor<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
Él vio humo a lo lejos. Estacionó el auto en el muelle. Cruzó la calle y abrió una puerta iluminada. Arriba, un letrero: “Don Pepe”. Entró y fue hasta el mostrador. Mientras esperaba ser atendido pensó que había dejado el auto abierto, con las llaves puestas. Pero el televisor lo atrapó. Un supuesto periodista, clon del ratón mickey, hablaba sobre una enfermera perdida en África. Noticias de Internet, pensó él. Desde la supuesta cocina llegó una señora rubia que desentonaba totalmente con aquel pueblo. O con ese muelle, al menos. Dijo: “Buenas Noches”.</div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Buenas noches...</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Sí, qué tal, tiene algo para cenar?</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Pizza y empanadas.</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Pastas no, no?</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Nooo, no pastas no. Sólo pizzas y empanadas.</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Ah. Me das una muzza, grande por favor.</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 36.0pt; mso-list: l0 level1 lfo1; tab-stops: list 36.0pt; text-align: justify; text-indent: -18.0pt;">
-<span style="font: normal normal normal 7pt/normal 'Times New Roman';"> </span>Cómo no – dijo la señora rubia, y tras este breve diálogo se volvió a perder en la cocina. Allí dentro, en un lugar que el ansioso cliente no llegaba a ver, la señora rubia se reunió con su marido. El hombre vestía un delantal blanco manchado y necesitaba urgentemente una afeitada. Como buen marido y comerciante escuchó atento el pedido de su esposa. “Una grande de muzza, por favor” susurró ella en su oído de pez. El maestro pizzero se echó hacia atrás, pues se había agachado un poco para escuchar, y observó a su mujer con ternura, no exenta de vaga melancolía. Un brillo se revolcaba en sus ojos con reminiscencias del futuro. El pizzero le dio un beso y ella se dirigió al mostrador. Una mujer había llegado. Él apenas notó su presencia cuando pasó a su lado. Ella era un poco mayor que él, con pinta de casada. </div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify; text-indent: 18.0pt;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify; text-indent: 18.0pt;">
- Buenas, dijo ella. </div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 18.0pt; text-align: justify;">
- Buenas, dijo él. </div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify; text-indent: 18.0pt;">
- Hola Mariana!</div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify; text-indent: 18.0pt;">
- Hola Lili, cómo estás?</div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify; text-indent: 18.0pt;">
- Bien, bien, y vos?</div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify; text-indent: 18.0pt;">
- Bien, todo bien… y el Pepe, cómo anda?</div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 18.0pt; text-align: justify;">
- Ay, el Pepe, el Pepe, todo el mundo me pregunta por el Pepe, qué se yo cómo </div>
<div class="MsoNormal" style="margin-left: 18.0pt; text-align: justify;">
anda, viste como es él, siempre dando vueltas!....</div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
Él escuchaba la conversación. Mientras miraba a Mariana y a Lili y la charla fluía, Pepe daba vueltas en el patio, atrás de una gallina. </div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
Ante una pregunta aparentemente comprometida, Mariana respondió “Una grande de muzza, por favor”. La señora rubia palideció por un momento. Mariana observó el televisor. Mirarlo a él le daba vergüenza. Y sabía que no debía mirar a Lili, aunque no supiera bien por qué. </div>
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En el mar Cáustico de Siberia un elegante buque avanzaba entre los hielos. Por única vez en el año la noche del norte era profunda. Los vampiros solían festejar sus eternidades en aquella luna. Y si había algo que ellos gustaran, además de la sangre, claro está, es el jugo carnoso de una buena pizza italiana. Por eso llamaron a aquel cocinero a ufanarse en una salsa ardiente, cuyo fuego sería tan vivo como el de la sangre. Los vampiros se emborrachaban con Johnny Walker etiqueta azul, porque eran vampiros pero no boludos, y mientras fumaban habanos y porros y las vampiras daban espectáculos innecesarios y los vampiros sonámbulos bailaban en las bodegas, el cocinero, después de 23 horas de recetas y sudores sin razón, pudo ganar la pizza del deseo. Lo que algunos vampiros no sabían era que un motín se fraguaba en el interior de aquel tren expreso. Y fue por su causa que el mismo terminó descarrilando contra un gigantesco iceberg. Todo hubiera acabado en la más horrible de las tragedias, sólo que, por azar, por suerte, o por lo que Dios quiera, justamente por allí pasaba un grupo de bomberos canadienses. Ellos acudieron a las victimas como osos a la miel. Gracias a ellos se salvaron. Loas a Dios y a los canadienses por sus carpas. </div>
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<br /></div>
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Los bomberos también creyeron pertinente tomar como pago simbólico a su labor una apetitosa pizza que descansaba en la mesa principal, donde aún yacían muertos los beduinos traidores y algo más de doscientos camellos. Entonces los canadienses creyeron adecuado cantar su himno junto a un coro de animales silvestres antes de probar tan delicioso manjar italiano. Por eso se dirigieron prestos a <st1:personname productid="la Amazonia Brasilera" w:st="on"><st1:personname productid="la Amazonia" w:st="on">la Amazonia</st1:personname> Brasilera</st1:personname> donde según el contramaestre de los vampiros se encontraba la última reserva de suricatas cantantes. Bien, allí tomaron curso bajo la ventisca cotidiana. Los canadienses lucharon pero el maremoto de una taza de café hizo estragos en el curso del tiempo y el espacio llevándolos desde el Triángulo de las Bermudas -donde se encontraban- hasta las costas de Bahía Blanca, Buenos Aires, sin sufrir rasguño. </div>
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Pero lo cierto es que resistentes y todo los canadienses parecían tener algún componente humano, por lo que se los vio mareados, vomitando y varios sufrieron desmayos. Los vampiros milagrosamente habían desaparecido y “digo milagrosamente”, afirmaba uno de los bomberos, puesto que “los vampiros habían hecho estragos con la bebida, las apuestas y la sangre de la tripulación, aunque para bien de todos no deberían quedar más de uno o dos agazapados en la bodega del barco”. </div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
Ante la estupefacción y mareo de los canadienses el navío se dirigió perezosamente hacia el desastre y su quilla no tardó en explotar en mil pedazos. Mas la cabina del timonel estaba intacta y allí es donde la caja permanecía, con la pizza rebosante en su interior, misteriosamente caliente aún, tal vez por el esmero del cocinero irlandés, según recuerdos. </div>
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<br /></div>
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Por esa misma orilla, vagabundeando lentamente, iba un viejo pescador. Con pocas esperanzas inspeccionó los restos del naufragio esperando encontrar algo valioso, un colmillo de vampira, un diente canadiense, un recorrido feliz. Y fue así que frente a la copa del timonel todavía llena de champán (aunque un poco se había derramado), halló una caja. Esta parecía exhalar un tenue vaho luminoso y un verdadero olor a muzzarela derretida. El viejo pescador tomó la caja con ambas manos y salió del barco entre el humo, la arena y los gemidos de auxilio de los moribundos canadienses. Arrastró los pies dejando un surco, pues era rengo, y cuando estaba por sentarse en su piedra favorita, presto a devorar aquel regalo, sintió que el peso de la caja se aligeraba bajo sus dedos, increíble, maravillosamente, como si sólo sostuviera el aire. Con cierto dejo de felicidad aún, vio alejarse al perro, corriendo entre el humo de las explosiones, con la caja perfectamente sujeta a su boca. </div>
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<br /></div>
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Don Pepe abrió la puerta del patio y se sentó al lado de un agujero en la pared. Una gallina pastaba a su lado. Don Pepe le pasó la mano por el cuello, acariciándola. La gallina graznó. Vio que su mujer lo buscaba en vano en la cocina. </div>
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“Otra de muzza”, suspiró Don Pepe y miró al suelo. Luego miró por el agujero en la pared y vio a dos mujeres subiendo a un auto. Escuchó exageradas risas y sidra y las vio llevándose el carro al otro extremo de la noche, más allá del muelle. </div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
En ese preciso momento llegó el can, quien sin una gota de baba depositó la caja sobre el regazo del maestro pizzero. El maestro le palmeó las plumas y le dijo “Buen muchacho”. El perro se alejó nadando. </div>
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Con la caja aún caliente el pizzero entró en la cocina, y vacilante pero triunfal se la entregó a su mujer, luego de tocarle el hombro. </div>
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<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
-Pepe, me pidieron otra, puede ser?</div>
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<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;">
Pepe la observó con ternura, no exenta de cierta reprobación calculada, medida, íntima como un beso en la oreja. La rubia sonrió. Acto seguido caminó hasta el mostrador y entregó la pizza al tipo, quien llevaba unos diez minutos esperando.</div>
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<br /></div>
Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6726745502708524300.post-50065634884471368032011-07-07T22:15:00.001+01:002011-07-07T22:20:59.456+01:00Un nuevo abogado<span class="Apple-style-span" style="font-family: inherit;"><strong>T</strong>enemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente sus muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón a escalón por la escalinata.<br />
<br />
En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy -nadie podrá negarlo- no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, pero su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo logra confundirse.<br />
<br />
Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre ya, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, Bucéfalo lee y relee las páginas de nuestros antiguos libros.</span>Ariel Guallar http://www.blogger.com/profile/06539242610387916601noreply@blogger.com0