1.2.11

EL DIABLO

El campesino estaba frente al médico, a los pies de la cama de la moribunda. La vieja, tranquila, resignada, despierta, los miraba, oyéndolos hablar. Se moría; no se rebelaba; su misión había concluido: tenía noventa y dos años.
Por la ventana y por la puerta entraba el sol de julio a oleadas, inundando con sus cálidos resplandores aquel suelo de tierra negruzca, onduloso y apisonado por los zuecos de cuatro generaciones de labriegos. Los perfumes de los campos entraban también, impelidos por la brisa; perfumes de hierbas, de trigos, de hojas abrasadas por el calor del mediodía. Las cigarras, desgañitándose, aturdían con sus cantos monótonos, chirriantes, parecidos al golpeteo de las carracas de madera que hacen sonar los niños en Semana Santa.
El médico decía, levantando la voz:
-Honorato: no debes dejar a tu madre sola en el estado en que se halla. Esto puede concluir de un momento a otro.
Y el campesino, angustiado, repetía:
-He de ir a recoger el trigo, ya segado. Precisamente ahora el tiempo favorece. ¿Qué opina usted, madre?
La vieja moribunda, obedeciendo aún a su espíritu de avaricia normanda, movía los ojos y arrugaba la frente para indicar su asentimiento, animando al hombre para que saliese a recoger el trigo, aun cuando la dejara morir sola.
El médico, incomodándose, dio una patada en el suelo:
-Eres un bruto, ¿entiendes? No estoy dispuesto a consentir que hagas lo que proyectas: ya lo sabes. Y si temes que se te pierda el trigo en el campo, vete primero a buscar a la Rapet para que se quede cuidando a tu madre mientras tú estás fuera. Ya sabes lo que has de hacer, ¿entiendes? Y si no lo haces como te lo mando, ten por seguro que te dejaré morir como un perro en tu primera enfermedad, ¿entiendes?
El campesino, un hombre larguirucho y de torpes movimientos, abrumado por la indecisión, temeroso del médico, y con el ansia de ahorrarse un gasto inútil, titubeando, calculando, balbució:
-¿Cuánto cobra la Rapet por cuidar a un enfermo?
El médico dijo, exaltándose:
-¿Lo sé yo, por ventura? ¡Ya os arreglaréis vosotros! ¡Voto a bríos! ¡Y que no dejes de hacerla venir antes de una hora! ¿Entiendes?
El campesino se decidió:
-Voy en seguida, voy en seguida, no hay que disgustarse por eso, doctor.
Y el médico se fue, advirtiendo:
-Ya lo sabes, ya lo sabes. ¡Ojo! Que no es cosa de juego; ya sabes que nadie juega conmigo.
Solo ya con la enferma, el campesino, acercándose a la cama, dijo, resignado:
-Voy a buscar a la Rapet; ese hombre lo exige. No te muevas en tanto que yo vuelvo.
Y salió a su vez.
La Rapet, una costurera bastante anciana, dedicábase a velar a los muertos y los agonizantes del concejo y de los contornos. Cuando había metido a uno de sus clientes en la mortaja, ocupábase de nuevo en planchar y remendar las ropas de los otros. Rugosa como una manzana seca, envidiosa, maldiciente, avara con avaricia inverosímil; plegando por mitad su cuerpo como si su labor constante la hubiera roto en dos pedazos por los riñones, diríase que las agonías la regalaban con una especie de goce monstruoso y cínico.
Toda su conversación reducíase a recordar historias de agonizantes y casos de muerte, la variedad múltiple de síntomas que observó; y los refería con minuciosos detalles mil veces repetidos, como refiere un cazador sus aventuras de caza.
Honorato la encontró en su casa disponiéndose a planchar unas camisas, y le dijo:
-¡Buenas tardes! ¿Trabaja usted mucho, tía Rapet?
Volviéndose a mirarlo, respondió la vieja:
-No falta, no falta; gracias a Dios, tengo salud. ¿Y vosotros?
-Yo, bueno, como siempre; pero mi madre no marcha bien.
-¿Tu madre?
-Sí, mi madre.
-¿Y qué tiene tu madre?
-Que ha llegado a las últimas.
La vieja sacó las manos del agua de añil, donde azulaba las camisas, preguntando con repentino interés:
-¿Tan grave se ha puesto?
-El médico dice que acaso no llegue a la madrugada.
-¡Vaya si está grave!
Honorato dudó un momento. El asunto requería ciertos preámbulos, cierta preparación; pero, como el hombre no era muy ocurrente, decidióse a decir de pronto:
-¿Cuánto me llevará usted por cuidarla? Ya sabe usted que no somos ricos; ya sabe que ni podemos tener una criada. Eso ha precipitado la muerte de mi madre; se cansa mucho, trabaja como diez, a pesar de sus noventa y dos años. Hay pocas, muy pocas así.
La Rapet replicó gravemente:
-Hay dos precios: dos francos de día y tres de noche, para los ricos; un franco de día y dos de noche, para los demás. Vosotros me pagaréis uno y dos.
El campesino reflexionaba, conociendo bien a su madre, seguro de que su naturaleza tenaz, vigorosa, resistente, lucharía una semana tal vez, a pesar de la opinión del médico.
Y dijo resueltamente:
-No. Prefiero que ajustemos, dure lo que dure, hasta que acabe, una cantidad fija; que yo sepa lo que me puede costar. El médico dice que se muere a la madrugada. Si así fuera, tanto mejor para usted y tanto peor para mí. Pero si pasa el día de mañana y se sostiene varios días, tanto mejor para mí; usted será quien se perjudique.
La costurera, sorprendida, miró fijamente al campesino. No tenía costumbre de ajustar así las asistencias; no lo hizo nunca. Dudaba, pensando en aquel negocio; era tentadora la idea de arriesgarse. Luego, temerosa de que la engañaran, dijo:
-Antes de ajustar el precio, he de ver a la moribunda.
-Vámonos allá.
Secóse las manos, de cuyos dedos aún se desprendían gotas azuladas y transparentes, y siguió al hombre.
No hablaron por el camino. Ella, menudeando su corto andar, apresurábase, mientras él daba lentas zancadas, como si a cada paso tuviese que salvar un arroyo.
Las vacas tumbadas en los prados, abrumadas por el calor, alzaban pesadamente la cabeza, lanzando un débil mugido, como si pidieran a los caminantes un poco de hierba fresca.
Ya próximo a su vivienda, Honorato murmuró:
-¿Y si hubiese fallecido cuando lleguemos?
En la entonación de sus palabras pudo adivinarse que no era otro su deseo.
La vieja no había fallecido. Echada boca arriba, seguía inmóvil, en silencio, con las manos puestas sobre la colcha de percal morado; unas manos flacas, ganchudas, negras, como animaluchos raros, como cangrejos de mar, endurecidas por el reuma, por el trabajo, por el esfuerzo continuo de sus labores incesantes.
Acercándose a la cama, la Rapet contempló atentamente a la moribunda. Le tomó el pulso, le palpó el pecho, aplicando la oreja para oírla respirar; hízole preguntas para oír su voz y comprender si le quedaban fuerzas aún. Estuvo luego contemplándola nuevamente, y al fin salió con Honorato. Había formado ya opinión: la vieja no pasaba de la noche.
Honorato le preguntó:
-¿Qué hay?
Y le respondió solapadamente la enfermera:
-Durará dos días aún; es posible que dure tres. Dame seis francos y en paz.
El campesino exclamó:
-¡Seis francos! ¿Pierde usted el juicio? ¡Seis francos! El médico lo sabe, y dice que no pasa de la noche.
Discutieron larga y terriblemente los dos. Como la mujer no cedía, como pasaba el tiempo, como el trigo no se iría por sí solo a la era, consintió al fin:
-Sea como usted exige: seis francos por todo, hasta que se la lleven.
-Conformes; entra en el precio amortajar al cadáver.
El campesino se fue a su campo a recoger las gavillas de trigo, bajo el ardiente sol que maduraba las mieses.
La enfermera entró en la casa.
Llevaba una labor. Asistiendo a los agonizantes y velando a los muertos, aprovechaba todas las horas para trabajar sin descanso, ya para sí, ya para las familias de los enfermos, que a veces la empleaban en ese doble oficio, mediante un aumento de salario.
De pronto, se le ocurrió preguntar a la vieja:
-¿Ha recibido ya los Sacramentos?
La moribunda hizo una señal que significaba “no”, y la Rapet, beata en sumo grado, se levantó con celeridad:
-¡Dios bendito! ¿Es posible? Ahora mismo voy a buscar al cura.
Y corrió hacia la rectoral tan de prisa, que los muchachuelos, viéndola trotar de aquel modo, creyeron que había ocurrido alguna desgracia.
El cura se echó la sobrepelliz, acudiendo inmediatamente; lo precedía un monaguillo tocando la campanilla, que anunciaba el paso de Dios a través de los campos ardientes y silenciosos. Los hombres que trabajaban en las eras y en las mieses, a lo lejos, se descubrían, interrumpiendo su labor, inmóviles mientras el cura se alejaba, esperando a que desapareciera la blanca sobrepelliz detrás de alguna masía; las mujeres que ataban las gavillas, se ponían en pie, santiguándose; las gallinas, que picoteaban en los pajares, huían a lo largo de las zanjas, metiéndose temerosas en el corral por el agujero acostumbrado y bien conocido. Un burro atado a una estaca de un prado, se asustó y se puso a correr, describiendo círculos, retenido por la cuerda, y lanzando sonoros rebuznos. El monaguillo, cubierto con su vestidura talar de paño rojo, apresuraba el paso, y el sacerdote, con la cabeza inclinada sobre un hombro, de la parte del sol, murmuraba sus oraciones a la exigua sombra de su bonete. Rapet constituía el acompañamiento, siempre doblada, como para prosternarse al andar, con las manos juntas, como en la iglesia.
Viéndolos desde lejos, Honorato preguntó a otro campesino:
-¿Adónde irá el cura?
Y el otro, más avisado, le respondió:
-De fijo lleva los Sacramentos a tu madre.
Honorato no lo extrañó, limitándose a decir:
-Es posible.
Y continuó trabajando.
La vieja se confesó y comulgó. El cura volvió a la iglesia, dejando solas a las dos mujeres en aquella casa, en aquel rincón asfixiante.
Y entonces la Rapet contempló a la moribunda, reflexionando lo que podía durar.
Iba cayendo la tarde. Un soplo de aire frío y vivificador hacía oscilar una estampa sujeta a la pared con dos alfileres; las cortinas de la ventana, que fueron blancas y eran amarillentas ya, con salpicaduras de moscas, parecían querer volar, desprenderse, huir, como el alma de la vieja moribunda.
Ella, inmóvil, con los ojos abiertos, al parecer aguardaba con indiferencia la muerte, que, debiendo llegar pronto, se retrasaba en el camino. Su angustiosa respiración producía una especie de silbido en su garganta oprimida; pronto cesaría también el fatigoso aliento, y habría en la tierra una mujer menos que a nadie interesaba.
Honorato volvió en cuanto hubo anochecido. Acercándose a la cama y viendo que su madre aún vivía, preguntó lo que preguntaba siempre al volver del trabajo cuando su madre se hallaba indispuesta:
-¿Cómo va eso?
Luego despidió a la Rapet, repitiéndole que no dejara de presentarse otra vez a las cinco:
-A las cinco en punto, sin falta.
La enfermera respondió:
-A las cinco en punto. No faltaré.
Y, en efecto, allí estuvo al salir el sol.
Honorato, antes de irse a las mieses, tomó un plato de sopas, guisadas por él mismo. La enfermera preguntó al entrar:
-¿Se ha muerto?
El campesino respondió con cierta malicia:
-Está un poco mejor.
Y se fue.
La enfermera, llena de inquietud, se acercó a la moribunda, que seguía en la misma postura, con el mismo ahogo, impasible como siempre, con los ojos abiertos y las manos crispadas sobre la colcha de percal morado.
Entonces comprendió que aquello podía durar dos días, cuatro días, ocho días tal vez; y una congoja estremeció su espíritu codicioso, mientras un rencor de furia la precipitaba contra el astuto labriego y contra la vieja que no se moría.
Se puso a trabajar en su labor de aguja, esperando, fijándose mucho en el arrugado rostro de la enfermera.
Honorato volvió a la hora de almorzar; se mostró muy satisfecho, casi guasón. Decididamente, recogía su cosecha en excelentes condiciones.
Sola de nuevo con la moribunda por la tarde, la enfermera se desesperaba. Cada minuto que transcurría le parecía tiempo robado y dinero robado. Le daban tentaciones de agarrar por el cuello a la vieja y contener, apretando un poco, aquella respiración fatigosa, inútil, obstinada, ladrona de su tiempo y dinero.
No lo hizo, temerosa de que pudiera descubrirse. Otras ideas cruzaron su pensamiento. Se acercó a la cama y le preguntó a la moribunda:
-¿Vio usted al diablo alguna vez?
La vieja dijo que no.
Y la enfermera, charlando, refería historias capaces de producir un estremecimiento irresistible que precipitara el fin de aquella interminable agonía.
-Pocos minutos antes de morir, el Diablo se aparece a todo agonizante -insinuaba la enfermera-. Se aparece con un puchero en la cabeza y una escoba en la mano, dando alaridos feroces. Verlo y acabarse la vida, era todo uno.
Corroboraba su opinión con ejemplos de que fue testigo. El Diablo se les apareció -en su presencia, mientras ella asistía- aquel año a José Loisel, a Eulalia Ratier, a Sofía Padagnau, a Serafín Grospied.
La moribunda, impresionada y aturdida, removía los dedos, y quería volver la cabeza para mirar en torno de su alcoba.
De pronto, la Rapet desapareció. Cogiendo una sábana del armario y envolviéndose, cubrió su cabeza con una sartén honda, cuyas tres patas se alzaban como tres cuernos, empuñó en su diestra una escoba y en la mano izquierda un cubo de hojalata, que tiró al alto para producir estrépito.
Entonces, encaramada sobre una silla, la enfermera descorrió la cortina de la puerta, mostrándose de pronto en aquella figura, gesticulando y chillando bajo la honda sartén que le cubría la cara, amenazando con la escoba, como un diablo de polichinela.
Estremecida y aterrada, la moribunda hizo un esfuerzo sobrehumano para intentar incorporarse y huir; consiguió alzar el busto, y al instante se desplomó lanzando un suspiro angustioso. Había muerto.
Y la Rapet, despojándose tranquilamente de su disfraz, colocó la sartén y la escoba en la cocina, la sábana en el armario, el cubo en el fregadero, la silla junto a la pared.
Luego cerró los ojos de la muerta -que habían quedado muy abiertos, aterrados-, roció la colcha con agua bendita, y arrodillada, recitó fervorosamente la recomendación del alma, que sabía de memoria, cumpliendo así con todas las ceremonias profesionales.
Al volver Honorato por la noche, la encontró rezando; hizo al punto la cuenta, de memoria, convenciéndose de que la Rapet aún salía con un franco de ventaja, porque pasó allí tres días y una sola noche, que, al precio acostumbrado, eran cinco francos, y no seis.

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