16.8.11

Una grande de muzza, por favor


Él vio humo a lo lejos. Estacionó el auto en el muelle. Cruzó la calle y abrió una puerta iluminada. Arriba, un letrero: “Don Pepe”. Entró y fue hasta el mostrador. Mientras esperaba ser atendido pensó que había dejado el auto abierto, con las llaves puestas. Pero el televisor lo atrapó. Un supuesto periodista, clon del ratón mickey, hablaba sobre una enfermera perdida en África. Noticias de Internet, pensó él. Desde la supuesta cocina llegó una señora rubia que desentonaba totalmente con aquel pueblo. O con ese muelle, al menos. Dijo: “Buenas Noches”.

-         Buenas noches...
-         Sí, qué tal, tiene algo para cenar?
-         Pizza y empanadas.
-         Pastas no, no?
-         Nooo, no pastas no. Sólo pizzas y empanadas.
-         Ah. Me das una muzza, grande por favor.
-         Cómo no – dijo la señora rubia, y tras este breve diálogo se volvió a perder en la cocina. Allí dentro, en un lugar que el ansioso cliente no llegaba a ver, la señora rubia se reunió con su marido. El hombre vestía un delantal blanco manchado y necesitaba urgentemente una afeitada. Como buen marido y comerciante escuchó atento el pedido de su esposa. “Una grande de muzza, por favor” susurró ella en su oído de pez. El maestro pizzero se echó hacia atrás, pues se había agachado un poco para escuchar, y observó a su mujer con ternura, no exenta de vaga melancolía. Un brillo se revolcaba en sus ojos con reminiscencias del futuro. El pizzero le dio un beso y ella se dirigió al mostrador. Una mujer había llegado. Él apenas notó su presencia cuando pasó a su lado. Ella era un poco mayor que él, con pinta de casada.

- Buenas, dijo ella.
- Buenas, dijo él.
- Hola Mariana!
- Hola Lili, cómo estás?
- Bien, bien, y vos?
- Bien, todo bien… y el Pepe, cómo anda?
- Ay, el Pepe, el Pepe, todo el mundo me pregunta por el Pepe, qué se yo cómo   
  anda, viste como es él, siempre dando vueltas!....

Él escuchaba la conversación. Mientras miraba a Mariana y a Lili y la charla fluía, Pepe daba vueltas en el patio, atrás de una gallina.
Ante una pregunta aparentemente comprometida, Mariana respondió “Una grande de muzza, por favor”. La señora rubia palideció por un momento. Mariana observó el televisor. Mirarlo a él le daba vergüenza. Y sabía que no debía mirar a Lili, aunque no supiera bien por qué.


En el mar Cáustico de Siberia un elegante buque avanzaba entre los hielos. Por única vez en el año la noche del norte era profunda. Los vampiros solían festejar sus eternidades en aquella luna. Y si había algo que ellos gustaran, además de la sangre, claro está, es el jugo carnoso de una buena pizza italiana. Por eso llamaron a aquel cocinero a ufanarse en una salsa ardiente, cuyo fuego sería tan vivo como el de la sangre. Los vampiros se emborrachaban con Johnny Walker etiqueta azul, porque eran vampiros pero no boludos, y mientras fumaban habanos y porros y las vampiras daban espectáculos innecesarios y los vampiros sonámbulos bailaban en las bodegas, el cocinero, después de 23 horas de recetas y sudores sin razón, pudo ganar la pizza del deseo. Lo que algunos vampiros no sabían era que un motín se fraguaba en el interior de aquel tren expreso. Y fue por su causa que el mismo terminó descarrilando contra un gigantesco iceberg. Todo hubiera acabado en la más horrible de las tragedias, sólo que, por azar, por suerte, o por lo que Dios quiera, justamente por allí pasaba un grupo de bomberos canadienses. Ellos acudieron a las victimas como osos a la miel. Gracias a ellos se salvaron. Loas a Dios y a los canadienses por sus carpas.

Los bomberos también creyeron pertinente tomar como pago simbólico a su labor una apetitosa pizza que descansaba en la mesa principal, donde aún yacían muertos los beduinos traidores y algo más de doscientos camellos. Entonces los canadienses creyeron adecuado cantar su himno junto a un coro de animales silvestres antes de probar tan delicioso manjar italiano. Por eso se dirigieron prestos a la Amazonia Brasilera donde según el contramaestre de los vampiros se encontraba la última reserva de suricatas cantantes. Bien, allí tomaron curso bajo la ventisca cotidiana. Los canadienses lucharon pero el maremoto de una taza de café hizo estragos en el curso del tiempo y el espacio llevándolos desde el Triángulo de las Bermudas -donde se encontraban- hasta las costas de Bahía Blanca, Buenos Aires, sin sufrir rasguño.
Pero lo cierto es que resistentes y todo los canadienses parecían tener algún componente humano, por lo que se los vio mareados, vomitando y varios sufrieron desmayos. Los vampiros milagrosamente habían desaparecido y “digo milagrosamente”, afirmaba uno de los bomberos, puesto que “los vampiros habían hecho estragos con la bebida, las apuestas y la sangre de la tripulación, aunque para bien de todos no deberían quedar más de uno o dos agazapados en la bodega del barco”.
Ante la estupefacción y mareo de los canadienses el navío se dirigió perezosamente hacia el desastre y su quilla no tardó en explotar en mil pedazos. Mas la cabina del timonel estaba intacta y allí es donde la caja permanecía, con la pizza rebosante en su interior, misteriosamente caliente aún, tal vez por el esmero del cocinero irlandés, según recuerdos.

Por esa misma orilla, vagabundeando lentamente, iba un viejo pescador. Con pocas esperanzas inspeccionó los restos del naufragio esperando encontrar algo valioso, un colmillo de vampira, un diente canadiense, un recorrido feliz. Y fue así que frente a la copa del timonel todavía llena de champán (aunque un poco se había derramado), halló una caja. Esta parecía exhalar un tenue vaho luminoso y un verdadero olor a muzzarela derretida. El viejo pescador tomó la caja con ambas manos y salió del barco entre el humo, la arena y los gemidos de auxilio de los moribundos canadienses. Arrastró los pies dejando un surco, pues era rengo, y cuando estaba por sentarse en su piedra favorita, presto a devorar aquel regalo, sintió que el peso de la caja se aligeraba bajo sus dedos, increíble, maravillosamente, como si sólo sostuviera el aire. Con cierto dejo de felicidad aún, vio alejarse al perro, corriendo entre el humo de las explosiones, con la caja perfectamente sujeta a su boca.


Don Pepe abrió la puerta del patio y se sentó al lado de un agujero en la pared. Una gallina pastaba a su lado. Don Pepe le pasó la mano por el cuello, acariciándola. La gallina graznó. Vio que su mujer lo buscaba en vano en la cocina.

“Otra de muzza”, suspiró Don Pepe y miró al suelo. Luego miró por el agujero en la pared y vio a dos mujeres subiendo a un auto. Escuchó exageradas risas y sidra y las vio llevándose el carro al otro extremo de la noche, más allá del muelle.
En ese preciso momento llegó el can, quien sin una gota de baba depositó la caja sobre el regazo del maestro pizzero. El maestro le palmeó las plumas y le dijo “Buen muchacho”. El perro se alejó nadando.
Con la caja aún caliente el pizzero entró en la cocina, y vacilante pero triunfal se la entregó a su mujer, luego de tocarle el hombro.

            -Pepe, me pidieron otra, puede ser?

Pepe la observó con ternura, no exenta de cierta reprobación calculada, medida, íntima como un beso en la oreja. La rubia sonrió. Acto seguido caminó hasta el mostrador y entregó la pizza al tipo, quien llevaba unos diez minutos esperando.

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