18.1.13

EL CENTAURO

[...] La calefacción, deshelada por el descenso de la pendiente, se puso a funcionar; un aire marrón calentado por tubos oxidados llegó a mis tobillos. Cada mañana, este acontecimiento era como un rescate. Ahora que este margen de comodidad estaba garantizado, puse la radio. Su pequeño cuadrante en forma de termómetro brillaba con una macilenta luz anaranjada. Cuando las válvulas se calentaron, surgieron crujientes y melladas voces nocturnas que cantaban en la brillante mañana azul. Sentí comezón en el cuero cabelludo; la piel se me puso tensa. Las voces, oscuras y rústicas, parecían abrirse paso a través de la melodía por encima de obstaculos que las hacían resbalar, saltar y tartamudear; y este recortado terreno parecía ser mi tierra. Lo que expresaban las canciones eran los Estados Unidos de América: montañas cubiertas de pinares, oceanos de algodón, tostadas inmensidades del Oeste embrujadas por voces incorpóreas y quebradas por el aire cerrado del Buick. Un anuncio dicho con untuosa ironía hablaba consoladoramente de las ciudades, a las que yo esperaba que mi vida me condujera, y después sonó una canción como un ferrocarril a vapor, una canción de rítmo muy marcado, irresistible, que arrastraba al cantante como un vagabundo hasta sus momentos culminantes, y me pareció que mi padre y yo eramos irresistibles en nuestro subir y bajar por las irregularidades de nuestra sufrida tierra, gozando del calor en medio de tanto frío. En aquellos tiempos la radio me aproximaba a mi futuro, un futuro en el que yo era poderoso: tenía los armarios llenos de ropa bonita, y mi piel era suave como la leche, y pintaba, rodeado de riqueza y fama, cuadros celestiales y fríos como los de Vermeer. Sabía que el propio Vermeer había vivido oscura y pobremente. Pero sabía que había vivido en tiempos atrasados. Y sabía por las revistas que leía que los tiempos que yo vivía no eran atrasados. Cierto, en todo el condado de Alton, sólo mi madre y yo parecíamos habernos enterado de la existencia de Vermeer, pero en las grandes ciudades tenía que haber por fuerza miles de personas que lo conocieran, miles de personas que además eran ricas. A mi alrededor había jarrones y muebles barnizados. Sobre un almidonado mantel había una hogaza de pan tierno adornado con puntillistas toques de luz. Al otro lado de mi balcón brillaba el millón de ventanas de una ciudad permanentemente iluminada por el sol que se llamaba Nueva York. Mis paredes blancas aceptaban una suave brisa aromatizada con especias. En el umbral había una mujer cuya imagen reflejaba como una sombra el pulido embaldosado. La mujer me miraba; su labio inferior era ligeramente grueso y negligente, como el labio inferior de la chica del turbante azul de La Haya. Entre las imagenes que las canciones de la radio pincelaban rápidamente para mí, el único espacio en blanco era el de la tela que yo estaba cubriendo de manera bellísima, elegante y preciosa. No era capaz de visualizar mi obra; pero era, pese a carecer de rasgos, tan radiante que se convertía en el centro de todo mientras arrastraba a mi padre en la cola de un cometa a través del espacio expectante de nuestra nación llena de canciones. [...]
 
Transcripción y correcciones: Ariel Guallar

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